Botonera

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1.6.23

y XIX. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EN DEFENSA PROPIA

Olvido Marvao



 
 

Y la vejez le impide recordar en qué tiempo 
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.

Robert Frost


A estas alturas piensas que la pregunta “¿qué tal estas?” es una trampa o una agresión, porque quien la hace seguramente no esté interesado en la verdad y, en el peor caso, sabes que al que lo pregunta con interés, sabes que tu contestación dejará de interesarle más allá del segundo sesenta. Pero, en definitiva, esa cuestión se torna incomprensible cuando por primera vez el médico la eleva al plural, “¿cómo estamos?”, y miras a los lados para reafirmar que no hay nadie más que tú en la consulta. Así que nos hemos inventado frases graciosas, eso sí, cortas, o eufemismos para contestar a tamaña pregunta que no debería hacerse nunca a partir de los sesenta. Y mientras la señora Dalloway va a comprar flores, haces lo mismo para alegrar tu casa mientras te percatas de que todo empieza a desaparecer poco a poco, a huir; ya no puedes correr cincuenta metros cuando se te escapa el autobús, no sabes si estás perdiendo oído o es que a ti tampoco te interesa lo que dicen los demás. Lo mismo les sucede a ellos cuando tú hablas y aseveran con la cabeza o dicen ya, ya, y lo único que están deseando es que acabes para desahogarse ellos o decir lo genial que les va, o lo horrible que les va. No nos escuchamos, y me doy cuenta de que a pesar de todo era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura. Porque, ahora caminar seis kilómetros es prácticamente como hacer el Camino de Santiago o concentrarte en frases largas que, por supuesto, achacas con autoengaño a que ya ves mal y te duelen los ojos, porque ni siquiera puedes leer la etiqueta para saber de qué material está hecho el jersey que quieres comprarte. Te justificas y piensas esto es lo normal, le pasa al que envejece, todos somos iguales ante el derrumbe, aunque todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera. Y ya no sabes quién huyó antes, si el cuerpo o la cabeza; sí, definitivamente fue el cuerpo y luego la otra se fue detrás poco a poco. Se deserta de uno mismo o es que ya no te ven, te has vuelto transparente. Pero no olvidas que la muerte llega para todos, aunque no tienes el mapa definitivo, hasta Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía, mientras que Stevenson se encontraba a un niño dibujando el mapa de una isla. Comienzas a quedar con algún amigo que te queda casi por obligación y entablas prácticamente, como en un bucle eterno, las mismas conversaciones...


¿Qué tal has dormido?, le preguntan, pero no les dices que hoy, como muchos otros días, desayunaste a las cinco y media de la mañana. Y de nuevo aparecen los eufemismos. Seguro que dormiste mal porque te tocaba subir al 73, llegar a la última parada, porque en la consulta solo te ha tocado el número 183 para hacerte los análisis y abajo, en Dispensación, te han facilitado los 90 viales del mes. Últimamente te dedicas a memorizar números y letras, incluso te ejercitas repitiendo el abecedario al revés. Te ha dado por pensar que así el cerebro hace gimnasia. Intentas recordar el nombre de esa espiral famosa que repite los números en la naturaleza, la que descubrió el italiano, ¿cómo se llamaba?, aquel que tenía un nombre parecido a la torre de Pisa y se le conoce por otro. Y en el camino a casa, de pronto gritas “¡Fibonacci! ¡Joder! Se llamaba Fibonacci”, y la calma vuelve al pensar que has recuperado algo de ahí adentro. Lo que no has notado es que lo has dicho en alto y la gente te ha mirado como si fueras Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia. Lo único que no huye de tu vida es el dolor, el desgaste de piel, huesos, músculos mientras aparece el olvido. El olvido, al principio, de cosas pequeñas, luego nombres que antes decías con facilidad, después pequeños errores (“¿Dónde habré dejado esto?”). Hasta que llega un momento en que comienzas a utilizar reglas nemotécnicas incluso para explicar cómo se llamaba la última intervención quirúrgica que te han hecho. Estás en plena deserción, huida o como quiera llamarse, cuando llega a tu vida la necesidad inexcusable de cuidarte, hacer ejercicio, tomar menos azúcar, y decides comprarte un recipiente de esos en los que tienes que meter las pastillas de toda la semana. Y un martes cualquiera, al coger la tableta correspondiente, regresa a tu cabeza Un modesto joven que se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos Platz, en el cantón de Grisones, y te dan ganas de irte a un balneario. A menudo escuchas la manida frase de, “es lo que hay” y definitivamente te recluyes en un destierro propio y comienzas a crear barricadas. Es muy fácil hacerlas con libros, son como ladrillos, pero de sabiduría, de sueños, y empiezas a necesitarlos incluso físicamente, ahí frente a ti, en estanterías llenas, acudes a ellas para derribar el dolor, para disfrutar, viajar, para aprender, esos libros de verdad, aunque a veces te provoquen un derrumbamiento interior, no como tantos libros de mierda que se publican que solo mantienen la simpleza. También notas, cuando decides observar, que la mirada de la gente se ha vuelto simple, perdida, sentada en el metro mirando a los demás clamas: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Y Gregrio Samsa se despierta y le llamas Ismael. Es raro que levanten la vista y te miren, ya sea con inteligencia, curiosidad, tristeza, o desprecio, no sé. Que miren como sea, pero que vean, que observen. No deja de ser curioso que, cuando decides salir a lugares donde hay gente, la sensación de soledad se engrandece tanto como los ruidos. Pero, aun así, a veces, sales, caminas con sensaciones encontradas, parece que nadie vive y entonces sonríes pensando que tú sí porque observas y sientes, y vuelves a casa en silencio y recuerdas qué lejos queda cuando fuiste a Dublín y Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera. En otras ocasiones, el vacío de una calle en domingo se apodera de ti como un desierto que insistes en atravesar. Entonces regresas a casa, y quieres llegar cuanto antes y escribir de verdad, hasta que los dedos quedan paralizados y desearías que la Musa hable de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, pero a ti no te dice nada. Qué más da, cada uno piensa y vive a su manera. Es molesto eso de contradecirse. No sabes si volver al resguardo de los libros o intentar salir y comunicarte con alguien, te sientes como un preso en una tierra movediza, los pies quedan varados, piensas: hundirse o saltar, y finalmente dices saltar, mientras te hundes. O quizá las dos cosas, cavilas con indecisión. ¿Saltar? Te dices en alto riendo. ¿Saltar? Vale, irás caminando a cualquier lugar y no solo donde te lleven los libros. Hay caminos por descubrir, eso dogmatizan los que se empeñan en asegurar que hay que tener proyectos, pequeños proyectos para ilusionarse. Aunque todavía no sabes bien hacia dónde caminar, pero aún tienes ganas de hacerlo. Se camina por donde se puede y no sólo donde se elige. Y después de pensar todo esto, siéntate en el sillón más cómodo que tengas porque ya te habrás agotado solo de pensarlo. Ahora relee lo escrito en esos pequeños cuadernos donde ejércitos de palabras no duermen, se quejan y permiten ver la vida, pero no vivirla.


Uno de los lugares donde sientes que la vida regresa y más conforme estás con tu soledad es cuando caminas hacia el faro notando el viento que encrespa el mar oscuro, en ese momento en el que las gaviotas comienzan a buscar su lugar casi rozándote la cabeza y te apremian a doblar el cuello en una majestuosa sensación, y entonces escuchas una voz que dice tendréis que levantaros con la alondra. Deserta del todo, porque lo que sí sabes con toda seguridad es que te queda poco tiempo, ese tiempo en el que cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. Y entonces como defensa, de una forma insospechadamente rápida, decides crear nuevos recuerdos, vuelves a viajar en tren a ciudades que ya habías olvidado, a pesar de que el viaje no es lo ensoñado, la gente no viaja, solo se traslada. Y aunque, no son magdalenas, vuelves a probar las casadiellas, revives un sabor dulce, pringoso en los dedos, al que acude la mano de quien entonces fue el centro de tu vida. En esta ocasión te atreves a hablar con un desconocido, un par de frases sobre la alergia a las nueces, y su mirada penetrante resucita en ti una antigua sensación. Encuentras rincones nuevos, librerías desconocidas donde tu cabeza se ajetrea haciendo un ruido similar al del tren en el que miras hacia el paisaje, pero tu imagen queda fija en el cristal de la ventanilla y con una mínima ilusión, piensas, Y si una noche de invierno un viajero



Fuentes de las citas en cursiva, en orden de aparición

Historia de dos ciudades - Charles Dickens.
Ana Karenina - León Tolstói.
El Aleph - Jorge Luís Borges.
La montaña mágica - Thomas Mann.
Lolita - Vladimir Nabokov.
Ulises - James Joyce.
Odisea – Homero.
Al faro – Virginia Woolf.
En busca del tiempo perdido – Marcel Proust.
Si una noche de invierno un viajero – Italo Calvino.





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