Botonera

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13.3.24

II. "PREFERENCIAS", Julien Gracq, Valencia: Shangrila, 2024

 

Prólogo

UNA VOZ VENIDA DE OTRO MUNDO

Sobre Preferencias de Gracq

Alberto Ruiz de Samaniego


Julien Gracq


Entretanto es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de auténtica ternura. Y al llegar la aurora, armados de ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.

Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno.


Preferencias tal vez sea el libro más áspero de Julien Gracq. Late en él un espíritu rimbaudiano —y lautréamontiano, que algunos bien pudieron confundir con ultramontano…— que no es otro que el de una intransigente rebeldía. Fiera y solitaria rebeldía —con tintes de orgullo romántico y luciferino— connatural a las exigencias de un adolescente. Voluntario y eterno soñador adolescente que no deja de enfrentarse al mundo y por ello tampoco puede consentir con las limitaciones, acomodos, enjuagues y fingimientos que el medio —ya sea el de la enseñanza, la crítica o el, así llamado, sistema literario— a menudo propone y, desgracia impeorable, impone como un directo al estómago.

Podría en este caso hablarse de eso que Benjamin tan certeramente definió como carácter destructivo, que, “joven y alegre” solo conoce una consigna: “hacer sitio; solo una actividad: despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre es más fuerte que todo odio”.

Gracq, por su parte, tratando precisamente de Rimbaud y otros como él, lo define como un “desprecio sofocante, un desdén sin medida (…) que constituye en los sujetos más dotados la reacción habitual al medio”. De modo que, llegará a afirmar, “El absurdo de la vida que se nos fabrica se aprende y se siente con una fuerza que nada igualará después (…), y es allí, en el descubrimiento de un divorcio escandaloso entre las condiciones de vida impuestas y las exigencias de un espíritu en el que nada todavía ha consentido a abdicar de sus exorbitantes poderes, donde se adquiere la sospecha desesperada de que «la vida está en otra parte»”.

Gracq, desde luego, nunca ha dejado de mostrar esta sospecha, diríase también que similar impaciencia y desespero. Podría condensarse en una suerte de aspiración a un absoluto de orden paradisiaco que, desde su admirado Novalis y el primer romanticismo alemán o el de Nerval, no ha dejado de manifestar, en palabras condenatorias de Gracq, “la tenaz nostalgia de una promesa destinada por nuestra culpa a no mantenerse”. 

Más de una vez en este libro el escritor francés achaca la responsabilidad de tan triste destino a lo que, no lejos de la razón instrumental analizada por Adorno y Horkheimer, él mismo denomina —por los mismos años, por cierto, en que ambos pensadores están elaborando sus teorías— “la férula racionalista”. 

De ahí que no sea nada extraño que, como cualquier lector de Gracq ya conoce, su poética se halle transida, de parte a parte, por una clara voluntad de imaginación. Imaginación creadora similar a la defendida con denuedo por el voluntarioso optimismo del grupo de los románticos de Jena que aquí Gracq analiza, considerándolo justamente como la auroral promesa de una civilización que todavía está por cumplirse. 

La imaginación —eso es evidente en los gustos literarios igual que en la escritura de Gracq— vendría a compensar con su rumor fabuloso la dureza impía de la pura razón cartesiana o la impávida y fáustica fascinación moderna por la técnica —que el Nouveau Roman, por ejemplo, encarna a ojos de Gracq—. Y a prolongar, por tanto, o ampliar las posibilidades de una vida que necesita de esos antiguos sortilegios que no cesan de murmurar, ya sea —como en Preferencias se hace manifiesto— en la obra admirada de Jünger, de un Poe exiliado en su Norteamérica fabril y natal o en las queridas reminiscencias celtas que se aprecian en la tradición artúrica o en alguna novela de ambiente bretón de Balzac. He ahí el sonido que interesa al escritor, el que solo desea escuchar y defender, el “maravilloso ruido, un ruido único como el que se escucha en una caracola de mar”.

Porque es el oído, en efecto, quien decide. Para un escritor tan apegado al lenguaje, a la materia y la sustancia de la escritura —el humus o el nutriente de las palabras, todo lo que en ellas adviene y es implícitamente sobrevenido—, el acto de leer constituye una auténtica ceremonia esencial: la posibilidad más alta de compartir el secreto de la vida, de fundirse en ese “numen invisible y sin embargo manifiesto” que el acto de lectura proporciona, un tanto enigmáticamente. Fusión que se da no solo entre dos mentes, el escritor y quien lee, sino, más aún, entre dos hombres, en un acontecimiento de turbadora rostridad —al modo en que habló de ello Lévinas—. Acto para el que Gracq, siempre tan comedido o pudoroso en las cuestiones del espíritu, no duda en usar expresiones que lo acercan de algún modo a una dimensión sacral: en la lectura “se trata de un hombre solo que se dirige a otro hombre solo: un cara a cara casi siempre, un cara a cara sin intérprete y sin traductor. Una voz me habla y —abstracción hecha de centenares de lecturas quizá simultáneas que mi exclusiva atención anula— es mi oído el que decide”. La literatura, como la vida, es una cuestión de respiración, de respiración y estilo. Al cabo, todo se resuelve en esto. 

Casi diríamos, entonces, respondiendo al conocidísimo envite de Rimbaud, que Gracq nos indica, precisamente, dónde está la vida: está en la palabra, en la palabra literaria; se reanima y transforma o transfigura a través del libro, de un libro cuando alcanza su tono, y el lector y el autor se hacen señas a través del timbre de una voz; voz del todo singular, como venida de otro mundo. 

La vida que no está en la parte de la vida habrá de hallarse, condensada y salvada, en las páginas del arte, pues —como aquí se afirma en el ensayo fundamental sobre Los acantilados de mármol— “el mundo del arte no es nuestro mundo. Este libro, que hace que nos sintamos del principio al fin, y por decirlo de algún modo, en terreno de conocimiento, no nos descubre nuestro tiempo. Nuestra época es la materia, pero la cohesión interna de estas páginas, porque todo ha sido transmutado en ellas, hasta la última partícula, en el mundo del arte, es más fuerte, se impone mejor que la del mundo vivido: sentimos incluso que esta referencia al mundo vivido ya no le es esencial: la tensión interna que liga sus diferentes elementos ahora le es suficiente. Y comprendemos nuestro malestar de hace un momento, cuando buscábamos en cada página aquello que el libro quería decir. El libro no quería decir: era, únicamente, y competía más bien, nos parecía, a lo real informarse de él. Porque la temperatura a la que cristaliza la obra de arte, adquiere su esencial cohesión —a prueba de bomba—, ha sido conseguida aquí. Sobre los acantilados de mármol nos trae a la memoria la verdad de la frase de Mallarmé. «El mundo está hecho para desembocar en un hermoso libro». Y no a la inversa”.

Una voz, pues, venida de otra parte. Esto es lo que la literatura transmite: una suerte de mundo otro que allí se levanta y que “la obra alimenta con su sangre. Se diría que la obra está preñada de reminiscencias, de presentimientos, de analogías” que hablan más que nada a una “larga memoria más allá del telón que acaba de levantarse” (Gracq, sobre la Pentesilea de Heinrich von Kleist). 

Bagaje inmemorial, trasmundo que se comunica de hombre a hombre, cara a cara, para alojarse, resplandor inolvidable, en lo más profundo de la psique humana, en lo que podemos llamar la in-memoria. Y que Gracq, de nuevo analizando la novela de Jünger, describe, con matices claramente sombríos, sepulcrales— de un tono que se nos antoja blanchotiano —como “las estancias selladas de la memoria en las que están grabadas imágenes imborrables, pero en las que ha tenido lugar una enigmática transmutación: esas estancias nos parece estar reabriéndolas como se reabrieron las tumbas de Egipto, en las que una dura corteza, resplandeciente, de pedrerías, de esmaltes, de láminas de oro, había inmovilizado la vida tras la rigidez de las máscaras funerarias, y dispuesto para siempre un mundo sepultado bajo el incomparable resplandor de la muerte”.

Puede que nunca haya sido Gracq tan explícito: el resplandor es inolvidable, e incomparable, por provenir precisamente de los dominios de la muerte. Es de ahí, y no de ningún otro lugar, de donde procede la fuerza que, rechazando las formas inmediatas de la vida, obsesiona “como ninguna otra” la imaginación. 

Ahora entonces ya podemos entender la nostalgia de aquella edad de oro, por ejemplo, que fue el romanticismo alemán, mundo de Novalis o de Nerval que no era ajeno a la tragedia, “pero en el que al menos el hombre se encontraba constantemente sumergido en sus aguas profundas, mágicamente en armonía con las fuerzas de la tierra, irrigado por todas las corrientes nutritivas que necesita tanto como el pan”. 

Sumergido, enterrado como el cuerpo muerto en la pirámide, aguarda el lector/autor la ceremonia adventicia de las potencias salvadoras, liberadoras: la venida, la vocación o el acuerdo, el pacto, la concordancia y el timbre de la voz que, como la aurora, por fin lo reanimará.

Resulta innegable que, cuando Julien Gracq nos comunica sus desacuerdos y preferencias, en el fondo está dándonos preciosas pistas sobre sí mismo y su escritura. Toda aquella información ante la que, precisamente, siempre se mostró tan cauto y hasta reacio. 

Porque los pactos secretos o sagrados, como las tumbas, nunca se han de profanar.