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21.11.25

IV. "VIDA LÍRICA. LA POESÍA ONTOLÓGICA DE JUAN EDUARDO CIRLOT", Abdennur Prado, Valencia: Shangrila, 2025

 

Juan Eduardo Cirlot


[...] Si Cirlot niega el mundo de forma categórica no lo hace por las mismas razones que un asceta, ni dentro del mismo horizonte de sentido que un filósofo platónico, ni como respuesta al mismo anhelo que pueda tener un sacerdote. Más que huir de lo material hacia lo espiritual, penetra en el mundo del alma para escapar de la tiranía del espíritu. El mundo imaginal al que se abre es visceral, en él las pasiones están a flor de piel, así como los colores, las sensaciones, los sabores. Y, sobre todo, ese “ser femenino que no puedo llamar mujer” y que se presenta con los rasgos de una virgen o de una prostituta, de un demonio o de una diosa.  

Se comprende su condición de extranjero y la extrañeza que despertaba, incluso entre sus amigos. Los adjetivos se suceden: extravagante, enigmático, inclasificable, oscuro... Pere Gimferrer lo considera “una personalidad sorprendente, inquietante”. González Ruano lo describe, con ironía, como alguien “muy preocupado por la egiptología y la magia, tenía un raro aire de falso Faraón con gabardina”. Dionisio Ridruejo alude a “su rostro de escultura egipcia, a veces hierático en una interrogación materializada, otras abierto al delirio de un sueño en voz alta”. Para Armand Puig “era alguien en perpetua ensoñación”. Carlos Edmundo de Ory lo considera “un loco de calidad superior”. Carlos Barral lo presenta como un estrafalario: “La fe surrealista había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad”. Joan Perucho lo llama “maldito”, igual que Leopoldo Azancot. También su biógrafo lo considera “maldito y heterodoxo hasta la médula”. En su necrológica Cruset habla de “sus despiadadas displicencias; en sus delirantes fervores; en su extraño mundo de desplantes y soledades; de ingenuas confesiones y hermetismos indescifrables; sus temas insólitos; sus especializaciones prodigiosas...”. Incluso entre los de Dau al Set era considerado “el raro del grupo”. Antonio Beneyto se explaya: “Cirlot era contradictorio, inclasificable, sagazmente ordenado, heterodoxo, iconoclasta, surrealista, maldito, raro, pero sobre todo ello era un auténtico creador”. Estas impresiones son sin duda el reflejo de su actitud vital, de ese sentimiento de extrañeza ante la realidad que lo acompaña adonde vaya. Él mismo reconoce, en una carta a Breton, “haber vivido siempre como un fantasma en mí mismo, exterior a la persona que los demás veían”.

Todos los que han reseñado su figura han destacado la disociación, vivida por Cirlot de forma intensa, entre el plano de la vida cotidiana y el quehacer poético. Azancot habla de “un abismo entre los dos planos en que se desarrolla su existencia, el plano de lo cotidiano y el plano de lo sagrado”. También Lourdes y Victoria Cirlot hablan de la disociación entre su vida intelectual y la de subsistencia. En cuanto al segundo, Cirlot ocupó su tiempo trabajando en la editorial Gustavo Gili, cuidando a su familia, cultivando la amistad, participando en círculos culturales y ejerciendo como crítico de arte.


Trabajo en comisiones objetivas,

en distintos asuntos exteriores

a mis puros motivos de existir.

(Diariamente, 1949)


La experiencia poética es disociada de la vida cotidiana. Se da en el tiempo cronológico, pero no le pertenece. No aspira a la plenitud en este mundo, ni a ser poeta laureado, ni a erigirse en mediador de lo divino. La poesía de Cirlot no sirve a nada, no se rinde a ninguna servidumbre. La vivencia a la que se entrega es febrilmente individual y estrictamente poética. No cabe sin embargo exagerar: Cirlot no abandona el mundo. Vive en lo cotidiano, tiene un trabajo, relaciones sociales, etc. Todo ello con un cierto desapego, pero no se recluye como Proust. Hay un componente ascético, pero se casó y fue padre de familia, y escribe poemas tanto a sus queridas hijas como a La esposa:


Tú sola eres mi mundo,

mi tierra desceñida de sombra

esbelta. Aparecida

entre un rumor de manzanas abiertas.

(Árbol agónico, 1945)


Por lo demás, se ganó la vida (qué expresión terrible) trabajando años en la misma empresa. Y sin embargo dijo: yo nunca estuve allí. No solo escribe sino también publica, lo cual implica el deseo de compartir sus hallazgos. Pero lo hace casi siempre de forma discreta. Es precisamente la naturaleza de la poesía la que lleva al poeta a su extrañeza respecto a lo mundano. Establece una conexión con las cosas no susceptible de ser codificada ni socializada. Está totalmente entregado a esta dimensión, lo cual determina su modo de relacionarse. Podrá mantener relaciones cordiales, querer y ser querido, trabajar y cuidar de sus asuntos con la debida diligencia… Pero no pondrá su alma en ello. Incluso el amor absoluto solo es posible en el no mundo.

El hombre ensimismado, abismado en sí mismo, divaga por un mundo dominado por la idea de la muerte, pero también por la conciencia de que ningún avance de la humanidad, ningún desarrollo o logro artístico o intelectual han logrado erradicar, ni siquiera paliar en lo más mínimo, la maldad humana. Cirlot lo sabe bien: ha vivido una guerra civil, escribe en la Europa desolada de la posguerra mundial, con la imagen de los cadáveres amontonados, de la barbarie conviviendo con la más compleja, educada y tecnificada de las civilizaciones, entregada a la producción masiva del horror, de forma científicamente calculada. Este mal corroe la vida desde dentro, incapacita al ser sensible para creer en nada, lo aboca a una lucidez que no le sirve realmente para nada ni logrará cerrar la herida originaria. El nihilismo tiñe de negro cuanto escribe, incluso sus ensayos académicos. Pero no se ha detenido aquí. Esta negatividad ha hecho posible la entrada en el no mundo, en el cual ha recibido dones, en especial el don de la palabra poética, a modo de revelación que en principio solo a él le está destinada pero que merece ser compartida como un hecho memorable. Esto sitúa de nuevo a JEC en el mundo en tanto que poeta. Lo cual permite una cierta reconciliación, que podría ser un mero compromiso. En la medida en que le deja un espacio para la vivencia lírica y para abismarse en el no mundo, el mundo se hace tolerable. Podríamos hablar de un equilibrio psíquico-somático. Pero este solo es factible si se mantienen mentalmente separadas ambas esferas, lo cual implica una tensión irresoluble.

Por todo ello JEC es también, y de forma eminente, un poeta dramático. Le dice en una carta tardía a Ory: “vivo en lo dramático como en mi elemento”. Es incluso un sentimental: en un texto sobre la unidad de la poesía sitúa el sentimiento como elemento que procura la embriaguez poética. En el DI, en la entrada lirismo, hace apología de la exaltación y de “lo sentimental puro” que, una vez segregado por el espíritu, estalla en formas líricas –odas, elegías, himnos, cantatas...– según una dialéctica apasionada que orienta al artista hacia el amor y en el amor. Pero el lirismo no es un método sino un impulso que conmina al artista a expresarse, por medio de la alabanza o el desgarro: “exhalaciones de esa alma que pugna por aparecer entre las cosas con su gran claridad final y consumida”.

Esta exaltación es coherente con el aliento trágico que destilan sus versos. Cirlot localiza la esencia del drama en el conflicto: “o sea, en la simultaneidad de dos o más condiciones cuyos intereses y caminos se hallan en íntima contraposición”. Y añade: toda obra de arte auténtica tiene una dimensión dramática, pues refleja la situación del hombre en el cosmos, a causa del sentimiento de escisión que lo corroe y, en última instancia, lo destruye. Escindido entre oriente y occidente, entre lo masculino y lo femenino, entre el fluir y el refluir de los fenómenos: “la apariencia dividida, bisexual, desgarrada que en el amor halla su reposo, o la transfiguración del sentimiento”.

Sabe que sin esta dualidad –sin este carácter conflictivo– no hay belleza, pues esta surge como armonía dolorosa. Recordamos las palabras de Osip Mandelstam: “El poeta lírico es, por su naturaleza, un ser bisexual, capaz de infinitas escisiones en nombre del diálogo interior”. Como veremos, Cirlot prodiga estas escisiones, entre el vanguardista y el tradicionalista, entre el romano y el cartaginés, entre el ortodoxo y el hereje. Esto ahonda en el sentimiento de extrañeza que ya hemos evocado. Se siente extranjero en esta tierra y por ello la aborrece y anhela destruirla: “este impulso de destrucción le viene al hombre de su espíritu”. Deseo insensato de destruir el mundo, con la esperanza de escapar a un estado de cosas que, al mismo tiempo, reconoce como condición de su existencia. Se comprende que el existencialismo sea visto como la corriente que capta el tono de la época actual. Y sin embargo Cirlot ve en él una falla: el descuido de la imaginación como “tercera morada” del hombre: “Su capacidad para transfigurar, sublimar, y aun enmascarar, la doble realidad angustiante de su ser y del existir del mundo”. Este sería el poder específico del arte, capaz de contradecir la temporalidad y de fijar lo transitorio.

Al mismo tiempo, su planteamiento puede calificarse como clásico, pues siempre late en él el anhelo de armonía o, mejor, de la perfecta cohesión de los opuestos. Lo interesante es ver como el mundo tradicional al cual se remite –propio de una vía esotérica e iniciática– entronca con las vanguardias artísticas para generar un estilo único. 

Estamos ante una poética del contrapunto, transida de oscuras armonías y de dulces hierros. Una estética trágica, según la cual “la muerte anima el universo”. Esta idea no es un ideario. No es una respuesta a las preguntas fundamentales sino una vocación de altura. No llega al extremo de la equiparación gnóstica del mundo con la creación de un malvado demiurgo. Cirlot considera esto como una patología del alma. Su negación del mundo es inseparable de la afirmación sin sombra del amor. Aunque este será un amor muy particular, que solo parece tener plena realidad en el no mundo y lo aboca al sacrificio.

En todos los casos el mundo circundante parece insuficiente, debe ser negado en aras de otra transparencia. Debe penetrar y mantenerse con plena lucidez en el dominio de la muerte. Ascenso y descenso no pueden separarse, no vienen el uno después del otro como les gustaría a los sacerdotes de todos los tiempos. Cirlot no se hace ilusiones al respecto. El mundo imaginal no es un mundo de fantasía y de color donde uno puede alienarse de una realidad insatisfactoria. Por eso Cirlot no lo llama así sino de forma negativa. La negación intensifica lo vivido hasta alcanzar su forma venidera. Si entra en un jardín encontrará serpientes, pero también comprobará como crecen las lilas en el cementerio. En la medida en que lo real se convierte en signo, convoca a su contrario. Las serpientes traerán consigo una sabiduría arcana y las lilas el hedor de los cadáveres de los que se alimentan. Si hay luz es desamparada y si hay árbol es agónico; hay arcángeles, pero desarmados, y doncellas de cuerpos hermosos pero llenos de cicatrices. Bronwyn ofrece una posibilidad de redención, pero esta nunca pasará por la salvación del mundo sino por la auto-destrucción. Ella es la suma de todas las paradojas, la contradicción de las contradicciones. Pero en ningún caso se sustrae a ellos: es su condensación definitiva, a través de la cual se transfigura y se prepara para el encuentro con lo definitivo.

La poesía es pues sustitución del mundo por el no mundo. Por medio de ella puede reconciliarse con el hecho de existir y estar muriendo. De este modo, sin dejar en ningún momento de ser, este hombre triste ha podido lograr una cierta felicidad en este mundo y –¿quién sabe?– una felicidad más perdurable. No cabe duda de que su obra lo trasciende; en otro caso no escribiríamos de ella, no se seguiría reeditando y generando ensayos, ni reflejándose en la poesía de las generaciones posteriores. Aunque en algún lugar ha dicho que él no cree en la reencarnación y muy poco en la vida post mortem, pues esto implicaría introducir la esperanza en un mundo que no lo merece en absoluto. En cuanto a su equilibrio, solo puede habitar el mundo y llevar en él una vida normalizada, cumpliendo con todas las obligaciones que acarrea, en la medida en que lo niega.

Esta conciliación es algo que el romántico no alcanza; o, mejor dicho, que rechaza. Su aspiración al Absoluto le impide todo compromiso con el mundo burgués, pues aspira a vivir poéticamente todos y cada uno de los instantes de su vida. Lo cual explica (entre otras cosas) su vida a contrapelo de las convenciones. Y eso por el hecho de que el romántico no niega el mundo sino los convencionalismos sociales, la esfera del trabajo, de los horarios, de las responsabilidades cívicas, del derecho mercantil… Todo eso le parece no solo inesencial sino radicalmente no poético. Esta negación de la vida social es paralela a la exaltación de la naturaleza. El poeta romántico exalta la vida y aspira a una epifanía de su alma. Lo cual lo aboca a la locura. Pero esta no es la vía de Cirlot.

Paradójicamente acaso pueda haber llegado a un compromiso creativo con el mundo gracias a su nihilismo. Lo cual es interesante, pues se trata de un nihilismo no filosófico ni asimilable al de la tentación cristiana que invita al individuo a sufrir con paciencia en este valle de lágrimas y a sacrificarse en cuerpo y alma por lograr su redención de un pecado que él no ha cometido. Para Cirlot, el mundo es perverso y él es parte del mundo, pero también es inocente: él no es la causa del mal. Donde antes había culpa ahora hay tristeza: una tristeza ontológica y una conciencia diaria del desastre. Este nihilismo se deja ver a cada paso, en un doble sentido. Por un lado, temático: ruinas, sangre, metal… y toda la profusión de adjetivos “negativos” que iluminan su obra, incluso cuando se trata de dar cuenta de la serenidad o la belleza. Por otro lado, formal: hermetismo, esoterismo, incomunicabilidad, densidad y extrañeza de los procedimientos. La conjunción de estos elementos da un sello característico a su poesía, dando paso a todo tipo de tensiones: entre el mundo natural y el cielo desgarrado, entre las visiones carnales y lo abstracto, entre el fuego del ser y el abismo del no ser, entre la inmediatez de las pasiones y la lejanía de su cuerpo, entre el barroquismo y el idealismo de lo arcaico.

Cirlot se oculta en la abundancia tanto como en el hermetismo que profesa. Juega en lo oscuro y resplandece, se abisma y multiplica los dones recibidos. Está en todos sus poemas, pero también en sus cartas, en catálogos, en revistas y en las entradas de sus diccionarios. La profusión de análisis, versos y sentencias nos lo muestra como alguien tendente a expandirse desde su centro inextinguible, en el que permanece concentrado. Cultiva lo arcano para desbordarse, sin abandonar su lado taciturno. Su tristeza no lo paraliza. No es alguien reservado, pues está constantemente hablando de sí mismo. Jamás escribió nada objetivo, incluso cuando analiza con precisión de experto las obras de los otros. La razón es precisa: todo gira en torno a la búsqueda de un centro que posibilita esa expansión e irradia en cada uno de sus textos, incluso en los aparentemente impersonales. No es un hombre ego-centrado sino alguien centrado en el misterio que lo habita. Todo lo que escribe viene seguido por su firma. Es un genio absoluto, cuyo daimon mantiene lo disperso reunido.

[...]

Vida Lírica. La poesía ontológica de Juan Eduardo Cirlot

Abdennur Prado, Shangrila, 2025.