Botonera

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9.4.12

BI(T)BLIOGRAFÍA - "JESÚS FRANCO"

COORDINADOR: AGUSTÍN RUBIO ALCOVER


AGUILAR, Carlos: Jesús Franco
Madrid: Cátedra, 2011
POR AGUSTÍN RUBIO ALCOVER

He aquí un libro largamente esperado tanto por este reseñista como por cualquiera que estuviera al tanto de la querencia y el saber enciclopédico de Carlos Aguilar acerca de Jesús Franco, pero que depara una grata sorpresa: la de su pertenencia no en una hoja parroquial ni en un fanzine, sino nada menos que en la sacrosanta Cátedra. Si entusiastas como Ramón Freixas han sabido ver que la obra de Franco se demuestra un auténtico manual de terrrorismo, un proverbial dechado de resistencia al concepto mismo de orden, en toda la extensión de la palabra; y en la misma línea de provocación y cuestionamiento tanto de las etiquetas como de las jerarquías, se pregunta Aguilar : “¿Cabe, entonces, hablar de un ‘autor’, en el sentido cahierista del término?”; la rotundidad de la respuesta –“Sin asomo de duda, para bien y para mal” (p. 19) (1) representa todo un baño de heterodoxia.





1. Lo cual alienta, al menos a quien suscribe, a interrogarse: ¿vale la pena, entonces, incidir e insistir en la identificación, exhumación y análisis de autores ignorados o ninguneados? Tenemos respuesta, también contundente, aunque un punto retorcida, acaso: sí, por varios motivos, alguno de los cuales es positivo –redescubrir y reivindicar obras maltratadas o en trance de perderse–, y alguno entre sencillamente incordiante, enmendatorio y quizás errado, por condenado de antemano a reactivar y contribuir a la supervivencia del fenómeno que se desea combatir –seguir socavando, mientras siga vigente, si no el término en sí al menos sí el entendimiento mayoritario, tan fundamentalistamente elitista, que de tal por lo común se tiene.


Entre los factores que atraen al autor –y a cuantos se han acercado a la obra franquista– destaca, sin duda, su condición de “figura absolutamente anómala, singular, especial, tanto en la historia del cine español como en la producción mundial de género (…) al ampliar la fotografía que supuestamente iba a resolver el misterio (…) en lugar de aclararse el enigma, se revela todavía más borroso” (p. 12). Dice bien quien lo sabe mejor que nadie –hay que reconocerle el mérito de haber sido uno de los primeros, y sin duda el más conspicuo, sistemático y agudo, en señalarlo–, cuando advierte que “supone una labor ardua y desbordante como pocas en la historia del cine moderno, compleja, por no decir incómoda, por culpa de la fragilidad, en todos los sentidos, de los diversos basamentos, pues normalmente carecen de fiabilidad, y eso cuando existen” (p. 15). Y es que el propio Franco es, más que un mentiroso compulsivo, un mitómano, alguien que ha rediseñado el concepto mismo de filmografía a su medida, y dado pie así a una discusión de carácter filológico inagotable: amén de que no es posible dar por segura la existencia misma de todas las películas que se (le) atribuye(n), otorgar la misma consideración a sus primeras piezas industriales y a las cuasivideocreaciones que en los últimos años ha horneado en la soledad de su desdorado retiro andaluz, se antoja dudoso: una concesión, por simpatía o por complicidad con el aún juguetón anciano; (2) y el asunto acaba de complicarse cuando, por razones más prosaicas y en el caso de Franco de modo frecuentísimo, existen copias distintas con los mismos títulos o viceversa, para la distribución internacional o debido a su hábito de rodar simultáneamente o reutilizar materiales de un film a otro, lo que “plantea un interrogante un tanto fastidioso y de imposible resolución: ¿cuál es verdaderamente la versión correcta de todas estas películas? ¿La más larga, la más corta, la intermedia? ¿La más erótica, la menos erótica, la más violenta, la menos violenta? ¿Cuál responde con mayor precisión al propósito del autor?” (pp. 20-21). (3)





2. Cuando no, para otros, el obligado reconocimiento de una unidad solamente sostenible por el eventual cumplimiento del requisito legal, mínimo común irrebatible: la consecución del trámite administrativo correspondiente; pero, en verdad, ¿de esto se trata? A todas luces, no debiera, y nunca con respecto a un Jesús Franco que ha hecho gala de un espíritu anárquico, reacio en particular a dejarse domesticar por los poderes públicos y los gestores de la cosa cinematográfica…
3. Decimos más: ¿es la intentio autoris el criterio validador?


A cierre de cuentas, la filmografía de Franco –ahora que, dada su delicada postración senil, se la puede dar casi a buen seguro por cerrada, no sólo informalmente– “ronda la cifra record de doscientos largometrajes” (p. 12). Muchas posibilidades cabían a la hora de afrontar la misión de examinar por primera vez en su integridad y coherentemente una producción que rebasa el medio siglo: Aguilar ha optado por primar la cronología y, de resultas de una subdivisión realizada con ojo crítico –valga la locución para significar que aúna aspectos productivos, ora de índole nacional (“Despedida a la francesa. 1973-1975” o “Mr. Franco en el cantón. 1975-1977”), ora personal (“Towers of Franco. 1968-1970”), irreductiblemente cinéfilos (“Soledad Miranda: Ella. 1970-1971), genéricos (“Ciudadano Cómic. 1966-1968”), técnico-estéticos (“Malagueño y digital. 1997-2010”)…–, el índice de una obra definible como a caballo entre el anecdotario biográfico y el análisis opinativo, viene a consistir en dos apartados introductorios, de caracterización y (auto)justificación, y trece rebanadas temporales presentadas en sucesión.

De la leña al fuego a la leña al mono
El aldabonazo que este Jesús Franco constituye no se salda únicamente en esos términos, empíricos y simbólicos, porque Aguilar abunda en el dilema de la autoría: de modo y manera que, si la posesión de un universo propio, con un repertorio temático y formal, representa el must, él proporciona cartuchos de dinamita: “la abundancia de tramas familiares, en un espectro temático que cubre desde los vínculos excelsos hasta el incesto más sucio; unas motivaciones tremebundas uniendo o separando a los personajes; la querencia por los diálogos retóricos y hasta exaltados; la insistencia en unos lances de raigambre folletinesca, incluyendo la tensión entre unas heroínas virginales y unos depravados otoñales; y el dilema entre romanticismo y perversión, por lo común de trágica resolución” (p. 27). En la misma línea, el analista subraya unas concomitancias algunas de las cuales ya él había desbrozado, como con Sergio Leone, y otras que también él, más algún tercero –entre quienes modestamente se encuentra el abajo firmante–, hemos referido, como con Jean-Luc Godard (p. 30). Más interés revisten algunos vínculos inéditos o que al menos para quien habla eran desconocidos, y que aportan preciosas pruebas para la caracterización de un cineasta en verdad singular, culterano y sicalíptico –¿y por qué sigue extrañando la duplicidad? Sin ningún género de duda, por deformación burguesa…–: véanse “su intensa admiración por nuestro Pío Baroja (de quien por cierto plagió el apelativo ‘el miserias’ para un personaje interpretado en persona, en Bahía Blanca)” (p. 35); y su amistad con Ricardo Bofill “así como con otros miembros de la inefable ‘Escuela de Barcelona’, cuando trabajó en la capital catalana para producciones de Harry Alan Towers” (p. 177) –más allá, pues, de la consabida cortesía, no retribuida, por cierto, por el despectivo, altanero, desagradecido Pere Portabella, al permitirle rodar su Vampir-Cuadecuc (1970) a partir de El conde Drácula (1969).
El libro posee, por último, una dimensión insoslayable para cualquiera que conozca el percal –y no es ésta menor, en absoluto, por mucho que pueda parecer alambicada, delirante, demasiado meta-–: Franco y Aguilar son espíritus paralelos –o, mejor dicho, el segundo ha convertido en uno de los motores de su existencia la repetición de los pasos del primero, de forma que, rastreando sus pasos, ha ido entendiéndolo e identificándose con él. Es, evidentemente, el sino del biógrafo y del analista. Mas lo que de ello nos interesa es que sale bien librado, y que el trabajo que tenemos entre manos acredita una erudición ingente, ecléctica, para desentrañar las referencias que la filmografía en cuestión pone en juego. Su conocimiento, y su capacidad para establecer las conexiones de primera, segunda y enésima mano, tirar cabos a referencias directas e indirectas con películas, novelas, etcétera de todas las épocas y nacionalidades, géneros y categorías, y remontarse así al nudo gordiano –y ahí se encuentra su mérito, por no hacer esfuerzo alguno por deshacerlo, ni desanimarse, ni llamarse a escándalo, e ilustrar con profusión de ejemplos, por la vía de los hechos, hasta qué punto las cosas son complejas y la materia en sí oscura, inescrutable–, resulta enteramente apabullante.
La cosmovisión del polifacético responsable de la mítica Guía del vídeo-cine, (4) su escritura y su mundo de ficción, dependen en su configuración, y están impregnados de la raíz a la punta, de la obra de nuestro hombre: ahí están para demostrarlo una novela de sus inicios, como Simbiosis, y otra de madurez, como Nueve colores sangra la luna, erigida esta última sobre una de las leyendas que más fascinación han causado entre los connaiseurs, cual es la temprana muerte de la actriz-fetiche Soledad Miranda, con quien el estudioso ha estado, en el mejor sentido, obsesionado. A Aguilar no se le oculta que de su pesquisa se siguen notas para escribir un ensayo psicológico acerca de una monomanía: la insania cinéfila que aquejó, que explica la evolución, que dio al traste pero que precisamente por eso convierte en un caso clínico si no único sí paradigmático, de estudio, a Franco. Ítem plus, no incurre él ni en la deshonestidad ni en el planteamiento naïf de creer que, dada su identificación con el sujeto en cuestión, puedan él, y el trabajo que se lleva entre manos, escapar a la misma suerte; de forma y manera que nos hallamos ante la puesta en práctica de una especie de autopsicoanálisis que intuimos le habrá rendido óptimos resultados terapéuticos, cuanto menos, para avanzar en la senda del conocimiento de sí mismo y echar el freno antes de despeñarse, como el maestro.

4. Madrid: Cátedra, 2009; innumerables ediciones ampliadas nos contemplan, desde la primera versión, titulada Guía del vídeo-cine, allá por 1986.

El contagio resulta, pues, de rigor –¿justicia poética? ¿Necesidad discursiva? ¿Gesto de suprema generosidad, hermoso pero suicida? En cualquier caso no del todo en bien del equilibrio del trabajo, hay que concluir que el regusto que deja en la boca es agridulce, porque la vida, los milagros y las miserias de Franco derivan a la postre –insistimos que con toda lógica– en el relato de una caída, tan tediosa como agobiante, hasta cotas abisales; y, corroborando el dicho de que de donde no hay no se puede sacar, el propio Aguilar no puede sustraerse a que el en principio chispeante recuento de los diestros, profusos recursos e industrias de Franco, derive en sempiterna constatación de que cualquiera tiempo pasado fue mejor, apoyada en epítetos y chistes inevitablemente sarcásticos, dolorosamente crueles con toda probabilidad incluso para quien los profiere. Es imposible no caer en la cuenta y sentir una cierta mala conciencia ante lo que constituye una contradicción sangrante: ese no menos insoslayable hacer sangre del árbol caído, al fin, del homenajeado; pero, como contrapartida y en tan curioso como amargo efecto de discurso, la lectura del estudio de Aguilar confirma la afirmación de su autor según la cual “el investigador, por poco riguroso o muy abierto de mente que sea, si no es tan cerril como para justificar lo indefendible, a medida que avanza se entristece. Mucho, en profundidad. Puesto que la historia del Cine no recuerda otro caso tan acusado de decadencia, otro ejemplo más desolador de decepción respecto a las expectativas que el decurso filmográfico de Jesús Franco”.
Algunos errores y erratas, puntuales y menores, como la contradictoria atribución de una relación de parentesco de “sobrino de uno de los filósofos cardinales del siglo XX –Julián Marías, que también escribió sobre cine” (p. 16), cuando como se sabe y luego el propio Aguilar se corrige fue su cuñado; o la reiterada, y para nosotros incomprensible, alusión al apelativo del director en sus comienzos, “Franquito”, con minúscula (vid. p. 74 y todas las que siguen), no empañan un trabajo primoroso, a la altura de los estándares de calidad de uno de los sellos con más solera del panorama de los estudios cinematográficos patrios. Siendo como es uno de los más volúmenes más gruesos de la colección “Cineastas” de la línea “Signo e Imagen”, nos atrevemos a afirmar que, sin que de ello se siga demérito alguno para Aguilar –que a buen seguro se frotará las manos tal que si fuera Fu-Manchú sólo de pensarlo, sabedor él el primero de este hecho–, este trabajo apenas hace sino desbrozar el camino: su virtud más grande, aparte de ese para nada baladí logro de suponer la inclusión del cineasta en uno de los panteones del canon, radica en actualizar y organizar la primera filmografía completa y repasarla críticamente desde una óptica unitaria, aun en sus componentes más modestos, éstos también y doblemente acreedores al bastante molesto modismo de invisibles –por inencontrables o por infumables. (5) No es moco de pavo. Sin embargo, falta acometer la tarea, más selectiva, de profundizar en una muestra cualitativa –que a nuestro juicio debiera centrarse en la primera época, de formación; la segunda, de madurez y dominio de un estilo B en España; y la tercera, de reconocido artesanado internacional– en aspectos estrictamente textuales o intertextuales, así como desempolvar los expedientes de censura que se conservan en el Archivo General de la Administración (A.G.A.) de Alcalá de Henares, y reconstruir así la verdadera intrahistoria de la tortusosa, errática trayectoria de nuestro antihéroe y, por extensión, de un episodio apasionante y de toda una época fundamentales para una comprensión fina de lo que ha sido y es el cinema nacional. Gente preparada, tiempo y ganas habrá –o esperémoslo…– para llevarla a cabo, pero contentémonos por ahora: toca felicitar al autor tras el parto, alabarle la paciencia y agradecerle el pionerismo, la amenidad y la gracia.

5. Nada menos que hasta las sesenta páginas se extiende un apartado, el de las fichas técnico-artísticas, cuyo aparato se reduce al mínimo, a dimensiones de guerrilla; ayunas de toda referencia argumental –pues ya se da noticia de las tramas en el cuerpo del estudio–, así como de cualquier otro dato que no esté destinado a poner los puntos sobre las íes a la hora de deshacer algún equívoco puntual.

Jesús Franco