Botonera

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6.5.15

XXVIII. "PIER PAOLO PASOLINI. UNA DESESPERADA VITALIDAD", Revista Shangrila nº 23-24, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




OBITUARIO DE PASOLINI. SOBRE LAS
FOTOGRAFÍAS DEL CADÁVER ENCONTRADO EN OSTIA
Pablo Perera Velamazán




Muerte de Sócrates, Jacques-Louis David, 1787

Hay dos momentos discursivos en sendos diálogos de Platón que apuntan a dos imágenes que pretenden hurtarse, como un movimiento del mismo pensamiento platónico, a toda posible figuración. Ambas tratan acerca de la muerte que nos lleva y que también nos deja. Ambas afirman lo infigurable mismo, que debe ser su condición, sobre el resto, mortal para siempre, resto mortal, despojo, en cuanto que es algo que se nos cae, que se queda ahí, cuando nos vamos con ella, la muerte. El primero de ellos, bien conocido, donde nuestra cultura no ha dejado nunca de entretejer sus relatos acerca de la muerte, sucede en el Fedón (circa 387 a. C.), diálogo platónico donde se narran las últimas horas de la vida de Sócrates, el maestro filósofo, antes de cumplirse su muerte bebiendo la cicuta al anochecer por mandato ciudadano. Antes del momento fatal ya había enunciado, ante las preguntas insistentes de sus cómplices amigos, su desprecio por el cadáver que, después de todo, allí, en aquella habitación, iba a quedar ahí tirado. Se puede hacer con él lo que se quiera, porque ya no se está ahí. Límite infranqueable para las prácticas fúnebres de nuestra cultura. Enterrarlo o quemarlo, qué más da. Límite fúnebre de nuestra cultura.

Es por ello que, después de la visita del delegado de la ciudad en forma de amable y admirado verdugo, cuando la cicuta alcanza el corazón del sabio filósofo –tras habérsele paralizado las piernas en un último paseo– y muere tendido sobre el lecho bajo una sábana que tapa su rostro, uno de sus cómplices amigos, Critón, la levanta un momento y echa un vistazo al cadáver que Sócrates acaba de dejar ahí, entre ellos, sus amigos, en la habitación, tras haber muerto envenenado por la ciudad, solo para confirmar que el maestro ya no estaba ahí, en ese despojo mortal al que acaba cerrando los ojos que permanecían abiertos en su último espasmo. Un vistazo sin más, para volver a tapar rápidamente el cadáver con la sábana y dar comienzo a la Filosofía. Un comienzo, pues, donde los cadáveres permanecen ocultos, infigurables, bajo las sábanas donde el pensamiento se despliega.

El otro momento discursivo que apuntábamos entre los diálogos de Platón sucede en el libro IV de La república (circa 380 a. C.), donde el filósofo nos previene del peligro que se da ante la fascinación mórbida por el hecho mismo de la muerte. Es la historia de Leoncio, el hijo de Aglayón, que, “cuando subía del Pireo bajo la parte externa del muro Boreal”, percibió unos cadáveres de hombres recién ejecutados que yacían junto al verdugo. Platón señala con vehemencia el deseo de volcar su mirada sobre ellos, al mismo tiempo que su repugnancia por haberse quedado atrapado en tal inclinación mórbida. Leoncio se cubrió el rostro con las manos y luchó contra sí mismo. Sin embargo, vencido por su deseo, corrió finalmente hacia los cadáveres y, entre reproches, ofreció su mirada a tan obsceno espectáculo. “Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo”, les gritó a sus ojos sedientos. Aquí Platón no deja de señalar la pérdida de uno mismo –aunque sea un uno mismo irritado– en un vehemente deseo que no se quisiera tener. Hay una explícita condena de esta mirada morbosa, esa mirada apenas apuntada en la sábana que destapó Critias sobre el cadáver de Sócrates. En el ámbito de la Res Publica no cabe esa mirada atrapada en los cadáveres que la muerte deja entre nosotros, si no es a costa de la destrucción de su posibilidad misma. Sin embargo, a pesar de todo, el propio Platón no deja de presentarlo como un espectáculo bello y fascinante del cual no se puede apartar fácilmente la mirada. De aquellos cadáveres donde se conserva intacto el hecho de morir. Y es de alguna manera, a pesar suyo, pero también gracias a él, que tampoco podemos retirar la mirada de la muerte de Sócrates –de su devenir cadáver, al margen de cualquier teoría de la inmortalidad– que se expone al final del Fedón. Donde también, por otra parte, comienza la Filosofía.

Cuando María Teresa Lollobrigida descubrió el 3 de noviembre de 1975 en un descampado en Ostia, a escasos kilómetros de Roma, el cadáver de Pier Paolo Pasolini brutalmente asesinado tras una paliza salvaje, pensó en un primer momento que se trataba de un montón de basura (...)





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