[...] La ley que rige el mundo secreto de Suspiria es la del Silentium alquímico, que los coven de brujas deben guardar. Inferno heredará dicha ley y la traspasará a la tercera película (La madre del mal). Romper el silencio, divulgar los misterios, acarrea la muerte, lo que explica muchos rompecabezas presentes en estas películas, en las que lo oculto es tomado por la crítica como un elemento surrealista e incluso como un preciosismo injustificado. Se oye y se lee que son caprichos de Argento, visiones muy hermosas, pero sin sentido, adornos; pero no es así: las historias de Argento, por débiles que sean sus recorridos y sus finales, son lineales, justificadas y con intriga, no merodeos del autor por los espacios de su propia fantasía; aunque, en ocasiones, cuando la cámara se autonomiza y se desencadena, así lo parezca; y aunque el propio Argento lo afirme, tal vez para ahorrar explicaciones. Ni Suspiria ni Inferno son películas surrealistas, como hemos leído tantas veces. Nada tienen que ver con Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel, 1929), salvo que ninguna de ellas ha sido comprendida por quienes se aferran a los modos y cánones de los distintos cines consagrados.
Suspiria es conocida y apreciada como joya cinematográfica en todo el mundo. Inferno, más atormentada y sulfurosa, es la más querida por los amantes del cine de Argento, pero fue tildada por la crítica contemporánea de fragmentaria, de “tetra banalitá”, y sus colores, de absurdos. La madre del mal, muy posterior y casi obligada como tercer panel del tríptico, pertenece a otro registro: el del fantástico católico, cuyo tema es el mal real que habita en la sociedad, desatado por brujas humanas o “malas mujeres”, con la cúpula de San Pedro al fondo.
Suspiria, con su imagen ultrarrealista y su música celeste o demoníaca, de rock progresivo— rupturista y alejada de los cánones del cine clásico—, es algo más que un objeto de culto para amantes del género fantástico y de terror. No se trata solo de una historia de hadas malignas, sino de un exquisito fetiche mágico en sí mismo, que lanza destellos tan incomprensibles como reveladores de una sensibilidad artística manierista de alto voltaje. Nos empuja a entrar en un universo que algunos denominan con simpleza “onírico”. Nos enfrentamos, acompañando a la joven protagonista Suzy Bannion (Jessica Harper), con un odioso y fascinante nido de brujas presidido por su reina asmática y centenaria. ¿Qué hacen y quiénes son estas damas singulares, estas madres malignas, mantenidas en las mansiones que creó para ellas un arquitecto alquimista? Tiernas y feroces guardianas velan por un máximo secreto o Silentium, cuyo quebranto trae consigo la muerte a quienes tratan de violarlo. ¿Qué misterio es ese?
Si el Silentium es quebrantado por una joven inocente, se produce la destrucción del monstruo, del aquelarre y del decorado; en suma, del Mal y sus ministras. Se nos obligará a dar un salto mortal catártico junto con la heroína, que se salva in extremis de la tempestad provocada por la muerte de la bruja. Suspiria e Inferno son una puerta al inconsciente colectivo y también a nuestro propio interior. El suyo es un terror laico, mágico; mientras que el terror de películas como El exorcista, o La semilla del diablo, por ejemplo, es fundamentalmente cristiano y realista. En este género, muy popular, hay un poderoso diablo en acción, y por lo tanto un Dios, mientras que en la Trilogía de las Madres de Argento, especialmente en las dos primeras películas, las brujas son de estirpe pagana y matriarcal. Siembran el mal que se cuece en unos infiernos femeninos, sin una figura de poder masculina de la que dependan. Se producirá cierto cambio regresivo en La madre del mal, de terror cristiano, aunque no patriarcal, que corresponde a una nueva etapa vital y estética del director italiano [...]
Suspiria es conocida y apreciada como joya cinematográfica en todo el mundo. Inferno, más atormentada y sulfurosa, es la más querida por los amantes del cine de Argento, pero fue tildada por la crítica contemporánea de fragmentaria, de “tetra banalitá”, y sus colores, de absurdos. La madre del mal, muy posterior y casi obligada como tercer panel del tríptico, pertenece a otro registro: el del fantástico católico, cuyo tema es el mal real que habita en la sociedad, desatado por brujas humanas o “malas mujeres”, con la cúpula de San Pedro al fondo.
Suspiria, con su imagen ultrarrealista y su música celeste o demoníaca, de rock progresivo— rupturista y alejada de los cánones del cine clásico—, es algo más que un objeto de culto para amantes del género fantástico y de terror. No se trata solo de una historia de hadas malignas, sino de un exquisito fetiche mágico en sí mismo, que lanza destellos tan incomprensibles como reveladores de una sensibilidad artística manierista de alto voltaje. Nos empuja a entrar en un universo que algunos denominan con simpleza “onírico”. Nos enfrentamos, acompañando a la joven protagonista Suzy Bannion (Jessica Harper), con un odioso y fascinante nido de brujas presidido por su reina asmática y centenaria. ¿Qué hacen y quiénes son estas damas singulares, estas madres malignas, mantenidas en las mansiones que creó para ellas un arquitecto alquimista? Tiernas y feroces guardianas velan por un máximo secreto o Silentium, cuyo quebranto trae consigo la muerte a quienes tratan de violarlo. ¿Qué misterio es ese?
Si el Silentium es quebrantado por una joven inocente, se produce la destrucción del monstruo, del aquelarre y del decorado; en suma, del Mal y sus ministras. Se nos obligará a dar un salto mortal catártico junto con la heroína, que se salva in extremis de la tempestad provocada por la muerte de la bruja. Suspiria e Inferno son una puerta al inconsciente colectivo y también a nuestro propio interior. El suyo es un terror laico, mágico; mientras que el terror de películas como El exorcista, o La semilla del diablo, por ejemplo, es fundamentalmente cristiano y realista. En este género, muy popular, hay un poderoso diablo en acción, y por lo tanto un Dios, mientras que en la Trilogía de las Madres de Argento, especialmente en las dos primeras películas, las brujas son de estirpe pagana y matriarcal. Siembran el mal que se cuece en unos infiernos femeninos, sin una figura de poder masculina de la que dependan. Se producirá cierto cambio regresivo en La madre del mal, de terror cristiano, aunque no patriarcal, que corresponde a una nueva etapa vital y estética del director italiano [...]
Seguir leyendo: