Botonera

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21.5.21

V. "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021



Johan van der Keuken, Le chat, 1968



[...]

En el ya demasiado lejano 1968 la televisión holandesa propuso a una docena de cineastas un film en serie mediante un sistema de relevos según el cual cada nuevo episodio retomaba la última imagen del capítulo precedente y desarrollaba la historia a partir de esta, todo según los códigos del cine negro. Nada sería destacable de este proyecto, salvo quizá remarcar el hecho de que en aquellos momentos el medio inexplorado de la televisión todavía parecía guardar algún tesoro que repartir libremente entre todos los televidentes. Tesoro perdido hace mucho tiempo, al que ni Bergman, ni Godard, ni Lynch, ni Lars von Trier, entre otros, han querido renunciar nunca. Sin embargo, al margen de esta cuestión, lo que dota de interés a aquel lejano proyecto fue la intervención de Johan van der Keuken, reconocido autor cinematográfico por entonces empeñado en perseguir con la cámara cinematográfica la singularidad irredimible de los otros que se ciñe en sus cuerpos más allá de su más o menos evidente diferencia. En un niño ciego (“Herman Slobbe/El chico ciego 2”), en una niña perdida entre seis hermanos (“Beppie”), o en el músico de jazz Ben Webster (“Big Ben”), por ejemplo. Cuando le llegó su turno, van der Keuken en su breve film de cinco minutos se empeñó en el gesto más o menos provocador de, en vez de seguir con el plano en detalle de un revólver de su predecesor, saboteando el código acordado, presentó de forma inesperada una serie de “observaciones cósmicas de su gato”, acompañadas de reflexiones en voz alta acerca del fin propio de la imagen cinematográfica.

Perdidos entre nosotros los cauces de su provocación, lo que nos interesa ahora interrogar es la forma en que la película persigue, cámara en mano, entre otras imágenes montadas sobre su línea, la imagen de su gato. Dato que es necesario subrayar, su gato, pues no se trata de un gato que podría ser considerado como cualquier gato, o de un gato que pueda asumir una representación ejemplar de todos los gatos. Es “su gato” el que duerme, es “su gato” el que nos mira, es “su gato” el que una mano humana acaricia, es “su gato” el que comparte sueño con una mujer también dormida, es “su gato” el que juega, es “su gato” con el que se convive en casa, o el gato que forma una figura reconocible en el polvo cósmico de la Vía Láctea. Cinco minutos de la historia del cine donde se apunta a casi todo lo que nuestra historia de gatos puede llegar a decir, pero que solo cabe ser dicha, y esto es ante todo lo que la película expone, desde la experiencia singular que nos vincula a cada animal concreto, en este caso el “gato de van der Keuken”. 

La primera imagen donde se emplea el temblor de la cámara de van der Keuken, que aparece inmediatamente después de la imagen del revólver que debía de ser el punto de referencia de su película, es la mirada de su gato captada en un primer plano. Primero, uno de sus ojos apenas abierto, luego otro ojo cerrado. Después, en los dos planos siguientes, repitiendo el mismo ritmo alternante entre el gato que duerme y el gato que mira. Aunque, insistimos, no es cualquier gato, sino su gato, que duerme y mira. Así hasta que se capta por primera vez una imagen suya casi completa frente a la cámara, que no puede dejarle de mirar, y una voz lejana, como venida de otro mundo, lo identifica como lo que es: “El gato”. El nombre que comparten todos los gatos pero que en cada uno se hace efectivo de una diferente manera, a la que nuestra cultura no suele atender, salvo entendiéndola en sentido humano, es decir, salvo dándole al animal un nombre humano. Justo en el momento en que se cruza el plano fugaz de un perro ladrando con violencia, sujetado por un militar con botas de cuero hasta las rodillas. Para, con la cámara sosteniendo de nuevo, a duras penas, la mirada del gato, la misma voz lejana empezar a declamar un texto sobre la necesidad de innovar en materia de medios de expresión y de comunicación en el arte del cinematógrafo: 

Las películas que solo responden a las expectativas estereotipadas de la gente. Eso es la corrupción del lenguaje.

Afirma van der Keuken con una entonación marcadamente enfática, después de haber roto con la presencia de su gato el pacto de la serie acordada. Todo ello mientras aún resuena en nosotros el contraste entre la imagen del perro que hace de sí mismo atado de la mano del militar nazi, ladrando al mundo, y el gato que ante la cámara a la que mira de frente no deja de exponerse como una presentación singular y misteriosa de la vida que siempre queda por explorar. De donde, en lógica conclusión, no podemos dejar de deducir que la grabación del gato pretende estar a salvo de la corrupción del lenguaje cinematográfico criticada. La cuestión pendiente sería en qué sentido es así, más allá de las pretensiones del cineasta, siempre en todo caso prescindibles. Sentido que no puede ser reducido sin más a una ruptura de las expectativas culturales de carácter cinematográfico de los televidentes.

No sería demasiado difícil, en todo caso, intentando alcanzar ese sentido que salva a la grabación del gato de van der Keuken de la corrupción del lenguaje cinematográfico, encontrar entre los archivos de nuestra cultura testimonios acerca de la imposibilidad de los animales, los gatos entre ellos, de tener una mirada o forma propia de dormir, que de momento es de lo que se trata. De nuevo aparece Heidegger como primera referencia, en concreto uno de los momentos conservados del curso que impartió en el semestre de invierno del 1942 en la Universidad de Friburgo que tuvo como título “Parménides y Heráclito”:  

Se dice que los animales nos miran. Pero los animales no miran. El acechar o el estar a la espera, o el esparramar los ojos y el mirar fijamente del animal, nunca es un desocultarse del ser y, en su así llamado mirar, el animal nunca puede emerger de sí mismo en un ente desoculto para él. Somos siempre nosotros quienes primero tomamos dicho mirar en lo desoculto, y quienes, desde nosotros mismos, interpretamos el modo cómo los animales nos miran como una mirada. (Heidegger, 1942, 139)

En suma, afirmando que el desocultarse del Ser solo cabe para el hombre, o dicho de otra manera, que solo el hombre, y no los animales, tiene “mundo”, Heidegger niega a los animales la mirada, se presente como se presente. Bastaría recordar, a modo de contraste, cómo Deleuze identifica en su permanente estar al acecho lo fascinante del animal, aunque precisamente su fascinación reside en esta diferencia que le separa de la mirada humana, a menudo demasiado humana. Pero ahora se hace necesario contrastar la afirmación de Heidegger con el gato que nos mira fijamente a través de la cámara de van der Keuken. Y de inmediato nos asalta una pregunta, que no es sino la pregunta que trata de responder entre sus imágenes la película del autor holandés: ¿qué misterio se esconde en el mirar fijamente del gato al que la cámara, van der Keuken, nosotros mismos, en cuanto espectadores, no podemos dejar de atender, si no es un mirar que nace, como afirma Heidegger, del misterio del Ser, que es donde reside el misterio de toda mirada humana?   

Y, mientras nos sigue mirando el gato, se cruza otra imagen fugaz de una mirada pintada de mujer donde se adivina, subrayada por la música que le acompaña, rasgos físicos y culturales del Extremo Oriente. Nuevo contraste donde la mirada viva del gato se hace más viva que nunca en relación con la mirada pintada de una mujer, tal vez una diosa, que a lo sumo cobra vivacidad en la diferencia. ¿Es posible pintar la mirada silenciosa de un gato sin humanizarla? O mejor: ¿es posible pintar la mirada de un ser humano que nos mira sin devolverle el silencio que la aproxima a la mirada de un gato, por ejemplo? Apenas dura un par de segundos, en todo caso, la imagen de la mujer, pues “el gato” del cineasta vuelve a aparecer, esta vez ensimismado en su propio aseo. Lamiendo una de sus patas de forma repetida se limpia la cara, ahora ajeno por completo a la presencia de la cámara. Un plano medio. Un primer plano, de nuevo, del gato lamiéndose. Y sin solución de continuidad, como si de alguna manera se repitiera el mismo gesto, aparece una mano humana acariciándole, mientras plano a plano, del primer plano al plano medio, el gato se acurruca dormido en los brazos de la mujer que parece reposar sentada en un sillón de la casa del propio van der Keuken. 

El cine debería ser un medio de cambio. Para lograrlo tiene que ir en contra de las expectativas estereotipadas. Por ello, debe crear un equilibrio dinámico de formas en el que se pueda describir nuestra realidad. Nuestra sociedad tiende a limitar al ser humano. 

Se continúa diciendo, sin bajar el tono enfático, más pedante que salmódico, mientras el gato sigue acurrucado en los brazos de la mujer. Pero apenas, en nuestro hoy al menos, podemos atender a esas frases demasiado estereotipadas, porque no podemos distraer nuestra mirada del ensimismado ocuparse de sí del gato.


Johan van der Keuken, Le chat, 1968


Tal vez nada haya más lejano para una cierta comprensión de lo humano que esta pérdida de los animales en sí mismos. El mismo gato acurrucado y dormido en los brazos de la mujer sentada en casa del cineasta, a la vista de su aseo, ya no es solo un minino que nos hace compañía, que para Heidegger o Deleuze no sería más que otra ficción humana acerca de los animales, sino una experiencia de vida que solo podemos acariciar en lo que nos separa de ella, donde tal vez reside la más afinada compañía, esa que el propio Heidegger nunca pudo escuchar tan atento como estaba a los sonidos donde el ser se deshace entre nosotros. En verdad, frente a lo que entendería como una animalización de lo humano que habría supuesto primero una humanización del animal, ahí Heidegger solo podría escuchar una forma de hablar desajustada respecto al desocultarse donde lo humano esencialmente acaece:

Por otro lado, allí donde el hombre solo experimenta el ser y lo desoculto de manera aproximada, la mirada del animal puede concentrar en sí un poder especial de encuentro”. (Heidegger, 1942, 139) 

¿Es, tal vez, este poder especial el que, a su vez, encuentra van der Keuken con la cámara ante la mirada de su gato? En todo caso, el cine, a la vista de estas palabras, más que un medio de cambio, en su voluntad de ir más allá de lo ordinario, de las expectativas estereotipadas, no sería sino, como técnica de registro de lo visible que es, donde la mirada mediada por una máquina se convierte en un puro ver, su definitiva confirmación, como la máquina de escribir lo es respecto a la mano que escribe, tal y como el mismo Heidegger apunta tímidamente en el mismo curso unos momentos antes. Siendo así que el trabajo aparentemente extraordinario del cineasta holandés no podría no basarse en la banal convicción de que el grabar la mirada de un animal, o su sueño, iría contra las expectativas estereotipadas. Pero no parece que sea esta la cuestión, o al menos el resultado al que nos enfrentamos hoy pasado el tiempo de las provocaciones artísticas. Si la mirada del gato concentra en sí un “poder especial de encuentro”, como es de todo punto evidente en el film, no es porque sea una mirada demasiado humana que pueda reducirse a un dirigirse representativo del hombre a los entes que gusta de proyectar, un gato, por ejemplo, valores incondicionados por conquistar o una indescifrable fascinación. Tal vez, al contrario, es en el devenir maquínico de nuestra mirada en la cámara cinematográfica, o transido por ella, antes incluso de que existiera, en el devenir maquínico de la mirada sin más, donde cabe acercarse verdaderamente al misterio de la mirada del gato que guarda su tesoro al margen de todo discurso del ser, al cabo necesariamente antropocéntrico. Solo en este sentido el cine podría tratarse con el límite de lo humano. 

Lo extraordinario del trabajo de van der Keuken, del cine como trato artístico con nuestra mirada, reside en una aprehensión modificada de lo que nos rodea. Un equilibrio dinámico de formas en el que se pueda dar cuenta de nuestra realidad, decía el cineasta hace un momento. Pero no por excesivo o asombroso, como salta a la vista. No por portar consigo la perspectiva de alguien no cercano a la vida que la ve desde fuera, suspendiéndola como tal vida, y ofrece lo propio de la mirada humana al margen de cualquier proceso vital. Sino porque, cuestionándose nuestra mirada desde la técnica cinematográfica, transformándola en una mirada cinematográfica, la vincula a los procesos vitales en lo que de registrables tienen estos en la forma de hábitos visibles. En este sentido, de repente de nuevo otra imagen fugaz se cruza entre las imágenes del gato dormido: la imagen distorsionada de la fachada de una casa, una casa cualquiera a primera vista, pero casi con seguridad la del propio cineasta en la que está teniendo lugar la grabación de la película. Y después de cruzarse esta imagen una segunda vez, la imagen del gato aún dormido, pero ahora sobre una pared, se presenta en contraste con la imagen de una mujer tumbada y también dormida en la misma casa.

La música diversa que ha acompañado al film desde el principio cesa. Un silencio de hogar habitado lo invade todo. Se oye una tos, tal vez la del mismo cineasta que graba la imagen. Otros ruidos cotidianos, difíciles de precisar. Una moto que pasa. Y la película oscila entre la mujer dormida y el gato dormido. Del gato dormido a la mujer dormida. De la mujer dormida al gato dormido. Entre ambas imágenes, como si entre ellas se diera una coincidencia imposible, que no pertenecería ni a la mujer ni al gato, ni al ser humano ni al animal, pero sí a ambos, que es donde tendría lugar la mirada de lo extraordinario que porta consigo la película, tal vez a su pesar. Una coincidencia empeñada en la forma de un plano abstracto, tal vez de la propia casa, entre alguna de sus paredes, que cruza de repente el film. Y volviendo a la mujer dormida, esta vez enfocada de cuerpo entero, vuelve a aparecer el gato dormido en primer plano hasta que, perezosamente, abre los ojos. Sucede como si la cámara, como si nosotros espectadores lleváramos mucho tiempo esperando a que sus ojos volvieran a mirar tras su despertar, mientras nos interrogamos acerca de cuál es el mundo del que regresan los animales, si es que puede hablarse así, cuando se despiertan, si nosotros los humanos parece que siempre regresamos del mundo de los sueños. ¿Sueñan los animales? ¿Cómo es posible que sueñen? ¿De qué mundo hablan sus sueños? O no es necesario que los sueños hablen de ningún mundo...  

Porque solo el gato regresa en la película de van der Keuken. No la mujer dormida. Y se sucede otro primer plano de su gato con los ojos abiertos. Tan de cerca esta vez que sobre la superficie límpida de su cristalino se reflejan las ventanas de la habitación en la que antes dormía junto a la mujer, como si en su mirada recién despierta estuviera contenido el genio donde todo lugar se presenta. Para inmediatamente después, fundida con su mirada, aparecer un plano fugaz de los espacios infinitos del cielo estrellado, seguido de otro plano más concreto de la Vía Láctea. Y fundiéndose de nuevo con ella, hasta tres veces, el gato despierto aparece jugando con una caja de cartón agujereada sobre una alfombra. De la Vía Láctea que se deshace en múltiples luces imprecisas al gato que intenta atravesar la caja de cartón. Así hasta que el gato aparece metido en la caja de cartón, como si descansara de su juego. Mientras, la música ha vuelto, como si se quisiera subrayar algo en el contraste entre las imágenes del gato y del cielo estrellado. Nada dice el gato de ello más que su propia presencia insistente delante de la cámara. Pues el gato se incorpora de la caja y, mirando de frente a la cámara, extiende sus patas para alcanzarla y tocar finalmente su objetivo, como afirmando de manera definitiva su estar allí. De la cámara que lo graba y que se vuelve a distanciar de él, para fundir de nuevo su presencia con la Vía Láctea grabada desde muy lejos, apenas un cúmulo de puntos luminosos al fondo de la imagen en negro. De tal forma que, cuando la cámara se vuelve aproximar a ella, ya no es nuestra galaxia, la galaxia donde está nuestro sistema solar, sino el gato jugando sobre la alfombra jaspeada en blanco y negro. 

El arte podría ser un medio para liberar al hombre. Una formación para verse mejor a uno mismo o al otro. Por eso una película puede ser muy sencilla. Por eso una película es una combinación entre la densidad de la lana y el eco diáfano del vidrio. 

Vuelve a decir la voz con su eco lejano, al mismo tiempo que la imagen transita su enfoque del gato sobre la alfombra a la Vía Láctea y de la Vía Láctea al gato que juega sobre la alfombra. En un movimiento tal vez no demasiado lejano a Heidegger o a una cierta filosofía contemporánea donde “la búsqueda de lo incondicionado”, proyectado en clave moderna hacia la astronomía, en clave contemporánea parece proyectarse en la existencia banal de los hombres, solo que, en este caso, no es un hombre el que porta consigo la existencia, sino un animal, un gato, el gato de van der Keuken, con lo cual lo absolutamente incondicionado en cada uno de los enfoques cambiantes de la cámara parece coincidir con lo más absolutamente condicionado o atado, es decir, con un animal, carente de existencia, por otra parte. Todo ello hasta que, en el momento en que se afirma lo sencilla que puede ser una película, vuelve a aparecer el plano abstracto antes presentado. En el paso de lo ordinario que vibra como extraordinario. Y entre un sonido de vidrio como de botella rasgada, afirmado por otros planos de las ventanas de la misma fachada de la casa, y el mullido asearse del gato sobre la alfombra, el plano mullido de la alfombra misma, una voz femenina, tal vez de la mujer que dormía junto a él, que vive con van der Keuken, que convive con él, comienza a llamar al gato: 

“Minino. (...) Minino. (...) Minino, ven, sí. Ven. (...) Minino, ven, sí. Ven. (...) ¿Minino? (...) ¿Minino? (...) ¿Minino? (...)”. 

Pregunta que queda suspendida mientras aparece una puerta entreabierta en que el film acerca del gato de van der Keuken se cierra. Una película es una combinación entre la densidad de la lana y el eco diáfano del vidrio, se nos acaba de decir. ¿Para liberar al hombre? ¿Para verse mejor a sí mismo o al otro? ¿Qué hombre, qué sí mismo, qué otro? ¿Por qué, después de todo, ese gato que ha dormido ante la cámara demasiado dócilmente, ese gato que nos ha ofrecido su mirada gatuna que, sin embargo, ningún gato comparte con él, acaba siendo llamado por la mujer que lo tenía en su regazo, por la mujer que dormía junto a él, sin que ya vuelva a aparecer, sin que responda, salvo una puerta entreabierta desde donde se podría sugerir que se ha escapado a cualquier apreciación demasiado familiar?

[...]

Johan van der Keuken, Le chat, 1968


No es fácil mantenerse a salvo de la mirada de un animal. El gato de van der Keuken, su mirada captada por la cámara, no deja de interrogarnos con su evidente e insistente presencia. Su posible “estar a la espera”, al “acecho”, o su posible “esparramar los ojos sin fijeza”, o “su mirar fijamente”, todas ellas opciones que, como ya hemos visto, Heidegger plantea para negar la mirada al animal, pueden servir, sin duda, para describir la no-mirada de su gato. También la mirada de cualquier hombre. O de la cámara misma que graba la película, que no deja de ser una mirada humana mediada maquínicamente. Tal vez incluso con mayor sentido, desde la perspectiva heideggeriana. Pues, aunque en nuestra mirada humana se detecte un cierto mirar “al acecho” o un “mirar fijamente”, o un “esparramar los ojos sin fijeza”, en esta mirada, y por eso es calificada como tal, quién mira se muestra a sí mismo en el mirar, en el encuentro con los entes mirados, encuentro donde acontece un mundo, de tal manera que el aparecer del Ser pertenece a su esencia. Diferencia óntico-ontológica, se podría decir utilizando el lenguaje del mismo Heidegger, que queda encubierta en la mediación técnica de la cámara cinematográfica donde la mirada humana podría decirse que es objetivada, al menos desde el punto de vista del filósofo alemán. Ni el animal, ni el gato de van der Keuken, ni su cámara cinematográfica, desde la perspectiva de Heidegger, son capaces de mirar en el sentido en que el hombre es capaz de una mirada, despojados ambos de ese “sí mismo” que se presenta al encuentro de lo mirado [...]





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