TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS
[Fragmento inicial]
Hurgo en mi memoria. Busco el origen. El punto de partida. El motivo que lo provocó. La circunstancia que lo avivó. Busco, en definitiva, ese momento primigenio que nos indujo a Carlos y a mí, o a mí y a Carlos, que tanto monta, y nos persuadió de que merecía la pena ponernos a escribir una serie de seis capítulos que abordasen el importante tema como sin duda era y es el del exilio republicano. Pero no me resulta fácil recordar. Se diría que el flash-back que intento está demasiado envuelto en brumas que dificultan la precisión del recuerdo. Se me escapa lo decisivo. No soy capaz de apresar con precisión lo que busco. Y Carlos, desgraciadamente, ya no está. Dudo. Acudo entonces a David, para salir de dudas; confío en su buena memoria; estoy seguro que ella alberga la respuesta que me sacará del apuro.
David me dice que él cree que ese origen que busco es la publicación en facsímil del periódico que se editó en la travesía del Sinaia y que él nos comentó y nos prestó. Lo había comprado en Osuna y se lo pasó a Carlos, quien a su vez me lo enseñó a mí. Puede ser cierto. Lo admito. Es verosímil. En efecto, en 1986 se publicó un facsímil del diario que se editaba a multicopista durante la travesía del Sinaia. Es una edición espléndida, maravillosa, muy poco, por no decir nada, conocida, que aún hoy llama y atrae poderosamente la atención; una edición muy bella e importante, no solo por su valor testimonial sino también como objeto estético. Sin duda. Pero no me soluciona las dudas; soy incapaz de cifrar en ella el recuerdo que busco. Es posible que fuese así, no digo que no. Por qué se lo iba a inventar David si no. Veo el facsímil, primorosamente conservado por David y me reafirmo en mi apreciación. Pero mi memoria no tiene archivado este hecho; no puedo decir que lo recuerdo; algo me impide cifrarlo como acta de nacimiento, o punto de partida del proyecto. En definitiva, me parece que el facsímil adquirido y conservado por David no pudo ser lo que suscitase nuestro proyecto. Mi memoria, al menos, ya digo, no lo tiene registrado como el detonante para la escritura.
Me inclino a pensar más bien que fue la lectura de algún libro lo que debió motivarlo, anticiparnos la información, e impulsarnos a escribir. Pero ¿qué libro? Es lo que tampoco consigo precisar. Naturalmente esos años estuvieron entregados a toda clase de lecturas referidas a la guerra civil. Recuerdo unos cuantos, entre otros, recuerdo con nitidez el libro Entre Alambradas, de Eulalio Ferrer, publicado por Grijalbo, y evocación genuina de los campos de concentración franceses. También recuerdo algunos números de la revista Tiempo de Historia, ya sea el 62, dedicado a 1939-1979: 40 años de España, o el 72, dedicado a un Balance de 5 años: El postfranquismo, entre otros que no merece la pena citar. Pero ninguno de estos últimos me proporciona una pista que estimule mi memoria y me permita salir de dudas. Lo mismo me sucede con libros como Finales de enero, 1939. Barcelona cambia de piel, o La vida cotidiana durante la fuera civil. La España republicana, ambos de Rafael Abella, ni tampoco las memorias de Manuel Azaña, en concreto Memorias políticas y de guerra, leídas creo en una edición mejicana y, más adelante, con seguridad, en una edición española. Y recuerdo sobre todo un libro que compré en París, exactamente en La Joie de Lire, en la calle St. Séverin, librería también conocida como Maspero, en la que descubrí los campos de Max Aub. Me estoy refiriendo no a todos los campos, los seis volúmenes, ni siquiera solo a Campo de Almendros, probablemente el mejor, sino a Campo francés, la quinta entrega de la serie de seis títulos (Campo cerrado, Campo de sangre, Campo abierto, Campo del Moro, Campo francés y Campo de almendros) que compone, si no me equivoco, El Laberinto mágico. Me acuerdo de Campo francés, sobre todo, porque estaba escrito como si se tratase de un guion cinematográfico. Esta es la razón que me lo trae a la memoria, además de referirse a la guerra civil, naturalmente. Este fue el primer libro de Max Aub que conocí, y que naturalmente me indujo a buscar los demás de la serie; aunque el libro por entonces leído y que más me impactó fue La gallina ciega, editado en México por Joaquín Mortiz, en el año 1971. De Campo francés, la edición que aún conservo y tengo ante mí es la editada por Ruedo Ibérico en 1965, y que yo compré en 1972 en la famosa librería citada. Como digo su formalización a la manera de un guion cinematográfico –aunque mejor sería hablar una mezcla de guion cinematográfico y obra teatral–, es a todas luces la razón que motiva su recuerdo, tanto me llamó la atención, sin duda debido a mi desconocimiento de la obra de Max Aub en general y los campos en particular. Efectos de la dictadura, qué duda cabe, que mantenía silenciado casi todo lo referente a los autores del exilio. De la dictadura y de cuantos se sirvieron de ella aparentando lo contrario, cabría decir. En fin, de tales polvos, un montón de lodos. Para qué seguir. Pero sigamos. Decido que, por mucho que recuerde títulos y hurgue en mi memoria, el libro que prevalece como posible fuente de información es el de Eulalio Ferrer, cuyo título es suficientemente evocativo del tema abordado. El Sinaia, desde luego, aparece desde sus primeras páginas. Yo diría que en èl radica el origen del proyecto. Al menos, así lo creo ahora, al albur de mi memoria.
En esas estoy cuando David acude en mi ayuda. Me escribe un correo electrónico en el que me comunica que en una de las sinopsis que escribimos, la correspondiente al capítulo tres concretamente, y que acaba de releer, decíamos que el periódico editado durante la travesía “se publicaba diariamente”. Naturalmente, este dato es falso. Es una información equivocada, que convierte en obvio la imposibilidad de que conociéramos el facsímil editado. Por lo tanto: la verdad del lance; es decir, de que no pudo ser, no fue, la edición del facsímil que David había adquirido lo que suscitase la escritura del proyecto. De ser así, sabríamos lo que a todas luces no sabíamos según nuestras propias palabras escritas a la sazón. Ergo… Más claro, agua, como acostumbra a decirse. No estaba yo tan equivocado. Por mucho que la memoria haya sido carcomida por el tiempo, entre otras erosiones, y no me funcione tan bien como antaño, me parecía imposible no recordar objeto tan bien editado y tan significativo. Hay cosas que por bellas e insólitas no son fáciles de olvidar. Y la edición del facsímil era una cosa insólita, además de atractiva. Prosigo, por lo tanto, sin poder cifrar ese momento primigenio que nos indujo a escribir el proyecto [...]
Fragmento inicial del prólogo al proyecto de serie para
televisión que Carlos Pérez Merinero y yo escribimos.
Como no conseguimos que se rodase, el proyecto
se quedó desafortunadamente en el cajón. La tierra prometida,
número 10 de la colección Carlos Pérez Merinero.
Seguir leyendo: