ESTRELLA DE CINCO PUNTAS
(Fragmentos)
La astronomía ha determinado que, al morir, una estrella es sobrevivida por su resplandor. Así también en el cine, aunque sus estrellas sean de celuloide. O incluso mecánicas.
I. LA VIDA DE ROMY SCHNEIDER
En 1924, luego del putsch de Munich, Adolf Hitler se refugia en una modesta casa alpina de madera, levantada en el paisaje idílico del Obersalzberg. Cuartel general en expansión, la antigua “Haus Wochenfeld” crecerá como un pulpo y demolerá posadas campesinas aledañas para crear su propio cinturón de seguridad: un anillo en el que se asienten Albert Speer, Martin Bormann y Heinrich Himmler, entre otros jerarcas del partido, para trazar los planos del futuro Tercer Reich. El Berghof del Führer es una construcción mutante, en la que su hermanastra oficia de ama de llaves y por la que desfilan militares, aristócratas y artistas. Una breve filmación en exteriores de la década del ‘30, de colores pastel de tarjeta postal, registra el arribo de un grupo de invitados al centro de operaciones enclavado en los Alpes bávaros. Es un día soleado y una mujer avanza en ese grupo por un sendero flanqueado de hielo. […] Se llama Marga Schneider […] Comandará el destino de su hija con mano de hierro, no cejará hasta hacer de la niña la Sissi Emperatriz del celuloide.
El 5 de julio de 1981, David Christopher Houbenstock vuelve a la casa de sus abuelos en Saint-Germain-en-Laye. Es domingo. No espera que le abran la puerta. Prefiere trepar y saltar la verja de hierro que rodea la construcción. Al jugar, resbala. La verja le perfora el intestino, como una estaca. Muere en la mesa de operaciones del hospital. Tiene catorce años, lleva un nombre judío y es la luz de los ojos de su madre […] Luego de ese domingo comienza a escribirle cartas, a maquillarse como un clown y a ponerse un vestido rojo, a acelerar, con sedantes y alcohol, la fuga que había comenzado en Berchtesgaden.
Nadie llevó un pañuelo en la cabeza, como si fuera una escultura recién modelada, ni fumó con la melancolía entre las manos y la boca como Romy Schneider. Nadie lloró cristales como lágrimas como lo hizo ella, porque lo importante era amar. La crónica establece que nació el 23 de septiembre de 1938 y sobrevivió un año a su hijo, mientras su madre, Magda, los sobrevivió a los dos. Pero no es cierto.
La vida de Romy Schneider empezó con un movimiento deliberado y vergonzante en Berchtesgaden y terminó con un movimiento lúdico y fatal en Saint-Germain-en-Laye […]
II. LAS CENIZAS DE GRETA GARBO
A los 36 años, Greta Garbo abandonó el cine porque quería estar sola. Quería volver a ser Greta Lovisa Gustaffson. Había imantado la pantalla del cine mudo con su cualidad de esfinge y también había hablado, por primera vez, en Anna Christie (Clarence Brown, 1930), para decir, con voz ronca: “Give me a whisky”. La publicidad decía: “Garbo habla”. Había soltado una carcajada en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939). La publicidad decía: “Garbo ríe”. A partir de 1941, nadie volvió a escucharla hablar, ni reír. Básicamente, nadie volvió a verla. Si el cine era Garbo, con sus hombros anchos y firmes y su estatura de amazona y su misteriosa majestad (“las otras actrices de su época”, dijo Borges en una entrevista, “eran deleznables”) era lógico, de una lógica impecable, que Garbo se retirara del cine para que no se la encontrara jamás en ninguna otra parte, excepto en las películas. Cuando se fue del cine, lo que hizo fue quedarse en el cine para siempre […]
[…] En 1999, las cenizas de Garbo llegaron al “Cementerio del Bosque” (el Skogskyrkogården), en su Estocolmo natal, y allí alcanzó por fin el estado de evaporación que tanto había deseado.
[…] Greta estaría encantada con su modesta lápida de piedra rosa, que lleva como única señal su firma en letras doradas. La gente pasea a su alrededor, sin recordar el país subterráneo de cenizas. O convierte la tierra del funeral en goce, porque también es la tierra de la que brota el té de fresas o la miel o el aroma a pino del aceite de baño a la venta en la tienda de regalos. Regalos del bosque que acuna a sus muertos […]
[…] Asplund y Lewerentz le dieron un espacio que no solo rima con los árboles, sino con el cine. Greta Garbo está viva en fotogramas, un lugar donde no importa en absoluto que esté muerta, y muerta en el Cementerio del Bosque, un lugar en el que se confunde con los vivos. A Greta Lovisa Gustafsson, en cambio, no hay donde llorarla. No está en ningún lugar, ni siquiera en su tumba.
III. ADÈLE H., O EL MÁRMOL Y EL PAPEL
(Diario íntimo de Adela H., François Truffaut, 1975)
Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo;
y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Truman Capote, prefacio de Música para Camaleones (1980)
Por terrible que sea lo que hiciste,
más lo fue el daño que me causé a mí mismo.
Oscar Wilde, De profundis (1987)
Esta es la historia de un rostro filmado por François Truffaut. En 1975, Isabelle Adjani tenía diecinueve años cuando Truffaut le dio sus rasgos a Adèle H., la hija menor de Victor Hugo, poeta y patriota francés. Mi Adèle H. es hija de Truffaut. Él la trajo hasta mí, como un ventrílocuo o un médium, como un traductor, en Diario íntimo de Adela H. (L’Histoire d’ Adèle H.), que es la historia de Adèle leída y filmada por Truffaut. Para mí, Adèle siempre tendrá esa determinación salvaje de muñeca en el exilio, esos ojos diáfanos y desquiciados, esos adorables sombreros con plumitas y lazos de satén, ese último vestido rojo y sucio desgarrado por un perro callejero, que ofrece su ruedo mordido a una cámara que ya no recorre el rostro vibrante de Adèle sino que baja, baja hasta ese ruedo hecho pedazos para seguir a Adèle en su descenso hacia el infierno de su propia cabeza en combustión […]
[…] Asimismo, Truffaut jamás dejó de escaparse en sus películas, como el pequeño Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), de la familia convencional (la pestilente “célula básica de la sociedad”) hacia otra familia prometida, un refugio tranquilizador donde sanar (de a dos o de a tres, como en el triángulo de Jules y Jim –Jules et Jim, 1961), con la forma eventual de una troupe cinematográfica (La noche americana –La nuit américaine, 1973) o teatral (El último metro –Le dernier métro, 1980), una carpa en el desierto donde estar a salvo. Truffaut jamás dejó de correr hasta el mar y su carrera fue límpida y fue recta, sin enveses ni rodeos. Lo que se ve, en Truffaut, es lo que hay. Es el pequeño Gregory que cae de la ventana de su apartamento en La piel dura (L’argent de poche, 1976), una película en la que ningún padre sabe qué hacer con sus hijos y los hijos cuidan a los padres, y el niño simplemente dice, al ponerse de pie, milagrosamente a salvo de su caída: Le petit Gregory a fait pum! A Truffaut le basta la onomatopeya. Truffaut faisait pum! […]
[…] “Una fuga es una especie de delirio”, escribió Deleuze a dúo con Claire Parnet, “en una línea de fuga hay algo demoníaco”. El auténtico protagonista de la fuga delirante de Adèle H. no es Pinson, mediocre y arrogante, intercambiable casi como el objeto de una obsesión (ese trastorno que oficia de síntoma de algo que está en otra parte), sino Victor Hugo, el padre que se alza como una sombra gigantesca, monolítica, marmórea. Le escribe a Adèle palabras tiernas, la conmina a volver, le habla de su madre enferma que la espera. Pero no le da un lugar. O la invita a un lugar inaceptable, poblado de reliquias de la hermana mayor, vestidos de la ausente ordenados en baúles que se exhiben con devoción a las visitas. La mayor, la ahogada, es un fantasma permanente. La recién casada cuyo esposo elige morir con ella al no poder salvarla. La historia de amor, romántica y perfecta, que redobla la fuga de Adèle. Adèle, la Anómala, la outsider […]
[…] Adèle H. pone todo: sueños, proyectos, posesiones, la forma entera de su juventud. No se guarda nada, no escatima ni especula; no conoce el comercio minorista, la coquetería ni la histeria. Sus estrategias, infantiles y espontáneas, son el travestismo para acceder a una fiesta que le está vedada o el recurso a un falso hipnotizador, en bambalinas. Las feministas odiarían su degradación (“Soy tu esposa eternamente. Estoy dispuesta a obedecerte en todo. Sabes que te pertenezco, que puedes hacer conmigo lo que te plazca… Aunque tú no me ames, deja que te ame yo”). Las feministas amarían su coraje (para cruzar el Atlántico y pisar el Nuevo Mundo a solas y con una identidad falsa) y su resolución (la misma de Julie Kohler, esa novia indetenible que vestía de negro para vengar el homicidio de su amante en La novia vestía de negro –La mariée était en noir, 1968). Aunque esos dones no sirvan para nada, excepto para estrellarse contra el muro que Adèle misma construyó con sus manos de ámbar […]
En su empecinada autonomía y su vocación por el papel, Adèle se hermana con las heroínas de Max Ophüls, un director adorado por Truffaut que puso a sus mujeres a saltar sin red, tal como lo hace, literalmente, Lola Montès, en el patético Mammoth Circus en el que oficia de atracción de feria en la película homónima de 1955; a saltar por la ventana antes que perder un amor, como Joséphine en el episodio La modelo (Le Modèle), de El placer (Le plaisir, 1952); y a escribir cartas a un hombre que todavía aman y que ni siquiera las recuerda, como Lisa en Carta de una desconocida (Lettre d’une inconnue, 1948). La escena del banquete al que Adèle ingresa travestida, vista desde el exterior nocturno de los ventanales de la mansión, barrida por un travelling lateral, recuerda las escenas del interior de la casa Tellier vistas desde afuera, encuadradas por los marcos de las ventanas, en el episodio La casa Tellier (La Maison Tellier), de El placer. Las flores y las risas, los bailes y los paseos en modestos carruajes de las chicas de la casa Tellier están embebidos en el perfume lento de la melancolía. Porque como dirá la voz narrante de la historia de Joséphine, la modelo paralítica por insistencia en el amor, en su episodio: “La felicidad nunca es alegre”. Mientras tanto, el amor se desplaza sobre la arena de una playa en silla de ruedas. Alguien empuja, alguien se deja llevar.
[…] “Un parque se edita”, comentó hace poco la arquitecta del High Line neoyorquino. Algunos corazones, no. Un parque cambia según las horas del día, la meteorología, el número y las costumbres de sus visitantes. Algunos corazones rezan todas las noches ante el mismo altar. Algunos incluso velan a sus vivos como si estuvieran muertos, como Adèle frente a su altar particular consagrado a Pinson en uniforme militar (como si este hubiera muerto en una batalla heroica, cuando dudamos de que haya combatido alguna vez con su regimiento de húsares), o velan a sus muertos como si todavía estuvieran vivos, como Julien Davenne, el protagonista viudo de La habitación verde (La chambre verte, 1978), en su mundo privado de efigies de cera. La figura del altar entrelaza explícitamente ambas películas en ese lado B de Truffaut que, en palabras de Serge Daney en su reseña de La habitación verde, no tranquilizaría ciertamente a las buenas familias. Adèle H. navega, junto con Julien Davenne o el Pierre Lachenay de La piel suave (La peau douce, 1964), el lado de la sombra del cine de Truffaut, su lado-Hyde. Asocial, solitario, fetichista, escribe Daney, da un poco de miedo, el mismo miedo que Adèle le da a Pinson, con su pasión mórbida y privada. “Lo convenceré con dulzura. Me ha reprochado tantas veces la violencia de mis emociones. No haré nada que lo sobresalte”, promete Adèle en su diario. Por supuesto, nunca cumplirá.
[…] Adèle es temible porque, en su extremo desamparo, es grandiosamente autosuficiente. Es la dealer de su droga, no necesita que nadie la abastezca; es la autora exclusiva de su daño, no precisa un conspirador ni un responsable. Y es tierna porque, en su radical autonomía, no puede prescindir de la escritura, como una niña enamorada, más que de Pinson, de sus cuadernos. Es el pavor y la ternura de Truffaut, su pájaro a cuerda. La pasión como pasaporte de salida del panteón fantasmal de los ausentes, y como pasaporte de ingreso al tartamudeo feroz de la razón, derramada como una tinta china, ligera y mortífera, en el papel secante del delirio.
IV. ANNA MAGNANI, O EL CINE IRRECUPERABLE
Cuando muera, cuando la gente piense en mí deberá saber
que la Magnani no les mintió jamás. Deberá estar segura de que la Magnani jamás los traicionó y de que la Magnani jamás se traicionó a sí misma.
Anna Magnani
Le tenía pánico a los aviones. Y a la muerte. Pasaba la noche sin dormir, porque dormir es morirse un poco. Entonces, leía. O salía a pasear en la oscuridad, con su séquito de perros y de gatos […]
[…] Tennessee Williams escribió pensando en ella La rosa tatuada (The Rose Tattoo, 1951), La caída de Orfeo (Orpheus Descending, 1957), Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth, 1959) y La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1961). Quería que ella fuera Serafina Delle Rose, Lady Torrance, Alexandra Del Lago y Maxine. Pero ella tenía miedo de enredarse con su rústico inglés sobre un escenario en Broadway, de extrañar Roma, de dejar a Luca, de tomar un avión. Le escribía muchísimas cartas a Ten, como solía llamarlo, y le preguntaba, sobre todo, “y si voy ¿dónde meto los perros?”. Ten la quiso profundamente y con constancia (“era un relámpago entre las nubes, inasible como una sombra… podía ser campesina, podía ser emperatriz”) y de todas las maneras que su homosexualidad le permitió. Ella aceptó ser en pantalla (en las versiones cinematográficas dirigidas por Daniel Mann y Sydney Lumet, en 1956 y 1960) las indómitas y traicionadas Serafina Delle Rose (en La rosa tatuada) y Lady Torrance (en Piel de serpiente –Pelle di serpente, adaptación de El descenso de Orfeo), de la mano de un inverosímil Burt Lancaster y un celoso Marlon Brando que no le dio tregua con el inglés ni por cortesía. Eso fue la conquista de América, cuando ya había conquistado Italia […]
[…] Su primer marido, Goffredo Alessandrini, la había dirigido en el rol de la canzonettista Fanny en Cavalleria (1936), pero sin dedicarle jamás un primer plano. A su juicio, no era lo suficientemente fotogénica para merecerlo. Tuvo su revancha en Teresa Venerdì (Vittorio De Sica, 1951), con el rol de la canzonettista Loletta Prima, cuyas breves apariciones marcaron la irrupción en el cine de un nuevo tipo de mujer. Reinaba el “cine de los teléfonos blancos”, con actrices de aspecto pulcrísimo, belleza nórdica, maquillaje impecable y nombre exótico (Luisa Ferida, Assia Noris…). Ella imponía sus rasgos irregulares y su cabellera negra despeinada, su voz nasal y su carne madura. Jamás pude imaginármela niña, o adolescente. Siempre me dio la sensación de haber vivido, de ser una mujer a la que le habían pasado cosas que dejan marcas. Se enamoró perdidamente del hombre que la convirtió en la musa absoluta del neorrealismo: Roberto Rossellini. Él le dio a Sora Pina en Roma ciudad abierta (Roma città aperta, 1945) y ella hizo de su papel un estandarte doliente del amor en una ciudad ocupada por el nazismo. Le dio luego la habitación cerrada, los cuarenta minutos desgarrados y el teléfono letal de La voz humana (La voce umana), el primer episodio de El amor (L’amore, 1948), inspirado en la pieza de Jean Cocteau, que ella compartió con su perra Micia (tan parecida a Anna, tan temible en su defensa de Anna, Micia de pelo oscurísimo y temperamento incondicional) y en el que fue escrutada por la cámara como si la cámara fuera un microscopio y ella, un insecto debatiéndose bajo un cristal. No aceptaba dobles. Odiaba el artificio, los filtros y los ensayos. El tormento de esa mujer suspendida de un teléfono fue un presagio de lo que vendría.
En 1949, Rossellini la dejó durmiendo en una habitación de hotel y la abandonó por Ingrid Bergman. Se lo comunicó por teléfono […]
[…] Apasionada, combativa, rebelde, como la Angelina de La honorable Angelina (L’onorevole Angelina, Luigi Zampa, 1947) o la Assunta Spina de la película del mismo nombre de Mario Mattoli (1948). Emancipada y anticonvencional, vulnerable y ciclotímica, acabó con el estereotipo del personaje femenino sumiso y débil. Era una malafemmina. Podía ser de lava, tanto como Greta Garbo podía ser de hielo. Era una star, pero su brillo era de otra clase. Era un brillo de clase. De clase social. Anna Magnani fue una star proletaria.
[…] Su funeral en Roma fue, como el de Evita, un funeral multitudinario, un funeral del pueblo. Porque el pueblo era su público y la había hecho suya. Rossellini se mantuvo sentado junto al ataúd, en la iglesia Santa Maria Sopra Minerva. La había contactado cuando supo que ella se moría, luego de trece años de silencio. Ella lo urgió a que la visitara y se quedara con ella, para espantar juntos a la muerte. Él se quedó a su lado los cuarenta y cinco días de su agonía, y la sepultó en su mausoleo familiar.
¿Qué es un pueblo? ¿Qué es una actriz del pueblo? ¿Una prostituta que le espeta a Dios, en un arrollador travelling hacia adelante, “explícame por qué yo no soy nadie y tú eres el rey de reyes”? ¿Una mujer que es en sí misma una épica personal, compartida por miles que viven y malviven como ella, con ella, una vez fracasadas todas las revoluciones y derrotados todos los manifiestos?
Se trata de una épica, en todo caso, que nació y murió con Anna […]
[…] No hay un cine que hoy pueda contener a Anna, porque el mundo no es el mundo en el que Anna vivió. El cine que filmó es un capítulo de la historia del cine, pero no hace eco. Como no hace eco la noción de clase social. Es un cine irrecuperable. Aunque este todavía siga siendo un mundo de poquísimos ricos y muchísimos pobres y, en el medio, una franja cada vez más exigua de gente que lucha para no caerse y, en lo posible, subir.
“Me quedé sin épica”, solía decir el escritor argentino Néstor Sánchez para explicar por qué ya no escribía en sus últimos años. Néstor Sánchez, homeless de profesión, experto en caminar sin parar días y noches hasta destrozar el calzado y agotarse, víctima de una patología que el mismo bautizó “delirio ambulatorio” […] Nos quedamos sin Anna. Nos quedamos sin épica. Y no hay ninguna posibilidad de consuelo, excepto la de encerrarse en una sala de cine, esa cámara oscura, en la que providencialmente proyecten una película de Anna. Llorar a moco tendido o marearse de melancolía. Salir de la sala y alimentar a un gatito vagabundo, o llevarse a casa un perro enfermo.
V. VENECIA SIN TI
La danza final en Il Casanova di Fellini (1976)
Querido Giacomo:
Venecia está enferma.
Papá no te quería. Lo aburrías hasta la náusea.
Primero se comprometió a filmar tu vida y después leyó dos veces los doce volúmenes de tus Mémoires, un interminable “océano de papel” que no veía la hora de terminar, un “árido registro de hechos amasados con rigor estadístico, de inventario meticuloso, escrupuloso, irascible, ni siquiera demasiado mentiroso”. “Ni siquiera demasiado mentiroso”, ¿te das cuenta? Te creías el rey del exceso y papá comparaba tu inventario de hazañas con un listado telefónico y lamentaba tu falta de exageración, a él que le gustaba tanto. No le parecías suficiente, pese a la furia de la Inquisición, tu memorable fuga de la cárcel y tu larguísimo exilio. Decía que habías vagado por el mundo y era como si nunca hubieras salido de la cama […]
[…] Aunque nos moviéramos, los dos estábamos en punto muerto. Teníamos la lujuria de un casquete polar. “No hay personajes ni situaciones, no hay premisas, desarrollos ni catarsis”, dijo, inspirado, papá. Solo “un ballet mecánico, frenético y sin finalidad, de museo de cera electrizado”. “Casanova-Pinocho”, agregó, airado. Que suerte que ya no estás para contradecirlo. Hablaba de tu “mirada vítrea” que resbalaba en la realidad y la anulaba sin intervenir. De tu corazón de liquen, seco.
Cuenta Hollis Alpert que papá te dio el rostro de Donald Sutherland porque le parecía el de un nonato que todavía flotaba en su placenta. Y que te dio su cuerpo porque te quería alto y erguido, como una erección andante. Papá no adulaba a sus actores. Para contar tu historia, se apoyó en el “vértigo al vacío”, al vacío total de tu vida inexistente. Venecia está helada. Venecia está grave.
Te dio una muñeca al final de tus días. Se apiadó. Te dio una doble. Una doble-autómata que, en lugar de perturbar tu posición, la replicaría. La muñeca compañera de un Giacomo muñequizado. De un Pinocho. Ninguno de los dos tendría que morir para que el otro lo sobreviviera, como lo impone la lógica del doble […]
[…] ¿Habría sido igual si hubieras podido saltar el cerco hacia la aristocracia? Una pregunta estéril. No pudiste. Ese mundo que se desintegraba te denegó el acceso; tus simulaciones de arribista no alcanzaron para pertenecer. Las estadías palaciegas eran de prestado. Al final del día, el día había sido de alquiler. Tu sociedad se descomponía para ser moderna, golpeabas la puerta de lo que se moría. Tu paradójica y existencial falta de timing. Te lo recuerdo, Giacomo: no eras un escritor ni un matemático, y mucho menos un filósofo. Te interesaba todo, no creías en nada. Atravesar Europa era huir de ti mismo. Berna era igual a París que era igual a Roma que era igual a Londres que era igual a Oslo. En la rememoración de tu pasado, el flashback fue un buque cargado de amargura que alumbró tu decadencia de impostor con peluca, que repite las viejas reverencias, los viejos pasos de danza que ya nadie ve […]
[…] A veces me pregunto quién movía los hilos de papá. ¿Somos todos muñecos, somos el sueño borgiano de un hacedor de golems? ¿Quién mueve los hilos del hacedor? ¿Hay un sentido? Demasiadas preguntas enloquecedoras para una criatura humana, demasiadas preguntas inútiles para una muñeca. Yo solo te intuí, apenas. Lo sé, mi capacidad de intuición es aterradora. Es aterrador que me salga de mi programa establecido y te escriba esta carta. Sé aterrar, soy una muñeca. Pero, en definitiva, todo era falso, porque estábamos en Cinecittà, una inmensa fábrica de visiones que papá convirtió en su hogar. En las películas de papá no hay amor ni mares ni lagunas auténticas. Todo es de cartón piedra de Cinecittà.
Venecia está enferma, está helada, está grave.
Tiene la belleza de los condenados y de los moribundos. Esa belleza cae como una lluvia, duele como una peste, desvaría. Coreografía la danza del final, en la que nos acuna Nino Rota.
[…] No te sorprendas si te digo que papá se ocupó de crearnos una Venecia falsa, que probablemente durará más que la verdadera, mientras pueda proyectarse y tenga todavía un espectador. Fue una Venecia sin Venecia. Una Venecia sin ti. También sin mí. Fuimos muñecos que se desplazaban en un decorado, maniquís en un reino de utilería. ¿Será así el mundo fuera del mundo de Cinecittà? Como toda muñeca, yo soy ciega. No vi ninguno de los dos. A la entrada de Cinecittà está Venusia. Venusia que es solo una cabeza, con los ojos abiertos y semienterrada. Los visitantes se trepan a ella para fotografiarse. Yo no me escandalizo. No me dan ganas de llorar sino de reír. Soy digna hija de papá […]
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