ABEL FERRARA
HÁGASE MI VOLUNTAD
EN TORNO A JUEGO PELIGROSO (DANGEROUS GAME, 1993)
(Fragmento)
This film should be played loud.
(“Esta película debería proyectarse a alto volumen”, cartón introductorio en
El asesino del taladro –The Driller Killer, 1979).
It all happens here.
(“Todo sucede aquí”, cartel en la fachada del Trump Plaza en Manhattan,
visible en la última secuencia de Teniente corrupto –Bad Lieutenant, 1992).
El cine de Abel Ferrara no es un lugar para entrar sino para salir. No es un refugio sino un pasaporte al desamparo. El desamparo es un infierno encantador. Es el cuerpo menudo y resuelto de Zöe Lund, coronado por un sombrero demasiado grande de reina o de huérfana, colocado por propia decisión en plena calle. En 1996, Zöe Lund escribió, dirigió y protagonizó en Rotterdam un corto llamado Hot ticket, en el que, a cambio de una entrada, entrega en la boletería de un cine, un Luxor cálido y confortable como un útero materno, la jeringa que lleva consigo. Pregunta si la película ya empezó y la empleada de la boletería le responde que todavía está a tiempo. Entonces sale del cine a la intemperie de la gran ciudad, sola, sin jeringa y con sombrero, todo en un minuto y medio de duración. Noventa y seis segundos, para ser más precisos. ¿Para qué más? Noventa y seis segundos son más que suficientes para hacer lo que uno quiere. En 1999, Zöe Lund murió a los 37 años por una falla cardíaca provocada por una sobredosis de cocaína. Antes, había protagonizado una película de Ferrara (El ángel de la venganza –Ms. 45, 1981), escrito otra con él (Teniente corrupto) y sobrevolado su filmografía, que ya no pudo escribir ni protagonizar ni ver porque estaba muerta, como su más perfecta y literal definición: una apuesta en la que el corredor se cobra con tu cuerpo el ejercicio de tu soberanía.
En el cine de Ferrara, Dios es un corredor de apuestas. Es el bookie que se cobra la deuda de los malos tenientes que mueren en su ley. […]
El cine de Ferrara es visceral en sentido lato. Es el buey deshollado por Rembrandt en el S. XVII traducido al S. XX por el pincel electrizado de Chaim Soutine. Como un diente flojo que se cae para dejar expuesto el agujero en su encía, como un órgano propio (un estómago, digamos) convertido en pieza quirúrgica. Ni el diente ni el estómago van al cielo. Se tiran a la basura. El cielo en las películas de Ferrara es de un verde de apocalipsis (como en 4:44 El último día en la tierra –4:44 Last Day on Earth, 2011) o de un azul límpido y terso de fascismo (como el cielo del barrio del EUR en Pasolini, 2014). […]
Para auscultar el mal, Ferrara ejercitó y desestabilizó hasta fracturar todos los géneros cinematográficos. Pasó del porno al gore y del gore a la navaja exclusiva de la gramática. El cuerpo es siempre su núcleo de deseo y degradación, pero en un momento dado el surtidor de sangre explícita se retiró para ceder su lugar a la lengua. Con la lengua se habla y se explota y se canibaliza. Un director de cine da instrucciones con la lengua. Con la lengua se puede matar. Lo sabe Eddie Israel, el director de cine encarnado por Harvey Keitel en Juego Peligroso (Dangerous Game, 1993). Lo sabe Ferrara, que en Juego Peligroso demolió a Madonna con la lengua, hasta correrle el rímel y hacerle sentir que estaba en manos de un canalla. […]
I. El amo en su feudo
[…] Porque “la vida”, en Ferrara, es el capitalismo como catástrofe. Desde el corto The Hold Up (1972), con su frustrado atraco a una gasolinera en el que solo evita la prisión el ladrón que trafica influencias, “la vida” es alienación e injusticia institucionalizada. Es el monólogo interior de Devereaux (sosias de Dominique Strauss-Kahn) en Bienvenido a Nueva York (Welcome to New York, 2014), una película que se abre con una secuencia de impresión de dólares en cadena: “Me lavaron el cerebro desde que nací, padres, profesores y superiores en el trabajo […] solo al llegar al Banco Mundial descubrí el extraordinario patetismo del mundo”. El primer Dios de Devereaux vivía en el templo universitario del idealismo juvenil, ya superado; el último es un transeúnte que arrastra una maleta y que Devereaux divisa desde lo alto de su ventana, en la oscuridad: “Te designo Dios”, se dice a sí mismo.
Eddie Israel es su propio Dios. Está creando un mundo en el que una pareja de ficción se desmorona, mientras se hace pedazos su propio matrimonio (a la par, se despedazó también el de Ferrara). Su ley de la honestidad brutal a ultranza, su lengua homicida, le hace confesar a su mujer (interpretada por Nancy Ferrara, la mujer del director en la vida “real”), en el día del funeral del padre de esta última, que siempre la ha engañado. Es el juego peligroso de la verdad. Para silenciarla o para no verla, se vacían botellas, se clavan jeringas, se tienen maratones de sexo ocasional. También si se la suelta o se la mira a la cara. No hay salida, no hay futuro. No future es el motto del punk que corre por las venas de Ferrara. […]
II. El feudo en la carne
Si el director es el amo en su feudo, la tierra de ese feudo es la carne del actor. Cassavetiana hasta la médula, Juego Peligroso hace de sus actores (que a su vez hacen de actores en la película imaginaria) la materia prima, la única materia, de la película “real” y la “ficticia”. Son los instrumentos obsesivos de Eddie Israel, que les exige la vivisección, en absoluta soledad, de sus propias existencias. Los tiraniza con el látigo verbal, los libera convocándolos a la improvisación. La improvisación, la jam session, es el sueño de Ferrara. Que la película, una vez activadas sus terminales nerviosas, se haga sola, se construya a sí misma; que el guion mute como sus criaturas, que se transgreda el orden del guion y reine la anarquía creativa. Pero este es un cine de cuerpos. Y a los cuerpos se los disciplina, se los entrena a base de consignas. Esa es la biopolítica de los directores, de todas las huestes y todos los rangos. […]
[…] Madonna, la misma de los músculos mecánicos y el rictus glacial, está deshecha. Como la película que Eddie persiste en filmar. Esa única escena agotadora. A fuerza de deshacerse, en su vocación de derramarse, esa película está en todas partes y en ninguna. Como sus protagonistas, se come a sí misma. Es la ficción más real que pueda imaginarse. Russell, vacío de otro poder, recurre al poder del macho, que es el de la fuerza física. Es un poder embriagador, especialmente si Claire es la que está boca abajo, en el piso. Es hora de profanar el cuerpo que se resiste, para que no se escape y se transforme. “Estamos en el séptimo círculo del infierno”, le decía tranquilamente a Kathleen, en Adicción, la vampira Casanova. Era esto lo que había en el fondo. Y un revólver. […]
III. La carne sin paz
Si el amo está en su feudo y el feudo en la carne, que el amo sepa que la carne no está en paz. Y que ella no caerá porque el amo lo diga sino porque elige conocerse, es decir, caer.
Los personajes de Ferrara, que son cuerpos, es decir, carne, avanzan iluminados hacia su destrucción. La vitalidad de ese avance es desesperada, como la que nombrara y experimentara Pasolini. Pero la marca ignífuga de Ferrara es cargar la desesperación con la bala de plata del libre albedrío. Todos sus náufragos hacen su propia voluntad. Dice Cisco, en 4:44 El último día en la tierra: “No quiero que me digan cómo tengo que morir”. […]
[…] En Bienvenido a Nueva York, Devereaux es un adicto al sexo que no piensa parar, que no quiere parar, aunque le cueste la reputación y la candidatura a la presidencia de Francia. Ante la hija que lamenta no haber podido ayudarlo, Devereaux aclara expresamente: “No se trata de que no pueda. Es que no quiero”.
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