LA FRATERNIDAD DE LAS COSAS MUDAS
[Fragmento inicial]
María Cecilia Salas Guerra
Para pintar bien un paisaje,
debo descubrir en primer lugar las capas geológicas.
Cézanne, en Gasquet, 2005: 162
El mundo mudo es nuestra única patria.
Ponge, 2000: 204
Las obras de Paul Cézanne y Francis Ponge constituyen formas de resistencia y deserción con respecto a las dinámicas de la pintura y la poesía de sus épocas. Cézanne, huraño y marginal al arte de la galería y el museo, rompe con los movimientos artísticos del momento, subvierte la hegemonía del dibujo y la perspectiva, privilegia la dimensión matérica del color y de la luz. Le interesa, en contra de la tradición, pintar la sensación coloreada. Gracias a su deserción de los cánones, la academia y los círculos artísticos del momento, que lo consideraban un tanto salvaje, prefigura claves para el arte del S. XX: la abstracción, el cubismo. Ponge, irónico e inclasificable, produce su obra en clara distancia no solo de la poesía lírica sino también de las vanguardias, en la medida en que asume que lo suyo no son las ideas sino las palabras, es decir, las cosas, y a ellas se consagra. Toma partido por las cosas.
Ni Cézanne ni Ponge emprenden la fuga mundi hacia los reinos de la locura o hacia el desierto, Alaska, el corazón de África o el Amazonas. Sus obras no brotan en medio del desamparo mental o geográfico, como es la condición de tantos espíritus creadores en la modernidad; sin embargo, ambos son desertores, incapaces de adherir a los ideales vigentes en pintura y en poesía, escépticos y extranjeros respecto a las comunidades y las concurrencias. ¿Serían ambos videntes, en la acepción que Arthur Rimbaud diera a este término en sus Cartas del vidente?
Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted (1) a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, hay que haber nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. – Perdón por el juego de palabras.
YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo! (Rimbaud, 2016: 85) –el subrayado me pertenece.
1. La cita pertenece a una carta dirigida a su profesor de retórica, Georges Izambard, el 13 de mayo de 1871.
Pintar la sensación y tomar partido por las cosas son actos de resistencia y evasión indudablemente fecundos, que implican asumir la videncia en la que yo es otro. Nos recuerdan que es preciso contar con el “hay previo de la experiencia sensible”, como bien supo indicar Maurice Merleau-Ponty al revisitar las obras del poeta y el pintor.
Paul Cézanne, Monte Sainte-Victoire, 1906
1. Cézanne y el fondo de naturaleza inhumana…
Lo que intento plasmarle es más misterioso,
se enmaraña en las raíces mismas del ser,
en la fuente impalpable de las sensaciones.
Cézanne, en Gasquet: 2005: 160
“El pintor ve (y nos enseña) algo que lo (con)mueve profundamente, pero al mismo tiempo lo disecciona. ¿Cómo pueden combinarse esos dos momentos?” (Wenders, 2016: 199). Mediante trazos, el pintor da a ver un destello de la conmoción del ojo ante el impacto del mundo, no tanto del mundo hecho a la medida del hombre –el habitual, poblado de objetos fabricados– sino del mundo de lo que hay: prehumano y mudo, anterior a los conceptos y las ideas (esas coordenadas que dan confianza al hombre moderno). “Vivimos entre objetos construidos por los hombres y nos acostumbramos a pensar que todos ellos existen necesariamente y son inquebrantables. La pintura de Cézanne pone en suspenso estas costumbres y revela el fondo de naturaleza inhumana en el cual se instala el hombre”. (Merleau-Ponty, 1977: 250 s.n)
La obra de Cézanne deja en claro que ese mundo de lo que hay es arduo, nada familiar, inquietante; es la dimensión del mundo que sigue sin pintarse y sin nombrarse (como el de las cuevas habitadas por los primeros hombres), que se oculta y se desoculta, que resiste a la doma de la teoría, a la ingenuidad del ideal. Mundo íntegro que se revela en las cosas, así como en el color, la luz, la línea, la mancha y la sombra, esos espectros huidizos sin los cuales esas cosas no existirían. Ante ese mundo mudo, Cézanne “quiere entender si acaso le incumbe el derecho de ver, de pintar, de mostrar de ese modo, y comprender cómo, finalmente, la montaña está ‘contenida’ y ‘atesorada’ en el papel y en la mirada del observador. Y así es como vuelve a ensamblar todas las partes que ha separado” (Wenders, 2016: 200).
El ansia de alquimista le impide a Cézanne estar seguro del equilibrio entre la razón y la sensación, de modo que habita al borde del abismo, absorto en el motivo, fiel a su método que consiste en la atención intensa que le hace mirar como el cazador a su presa. Escarba el paisaje con tanta avidez como el mítico Frenhofer, con quien se identifica plenamente (2), o como Baudelaire en su poema “Una carroña”. La disolución, el devenir y la transformación de la vida se revelan en este poema que conmociona a Cézanne, porque constata en él cómo lo visible se realiza en lo legible. Esta lección aprendida del poeta acompañará al pintor hasta el final de su vida; de hecho, Cézanne solía recitar este poema de memoria, palabra por palabra. Se trata de la poesía y la imagen operando como una contra-metamorfosis, en la que se ponen en acto tanto el rigor y el ansia de la mirada como la necesidad urgente de construir la propia visión. Asistimos a la contemplación heroica y firme de lo impensable y de todo cuanto existe en la naturaleza (incluido lo grotesco y lo abyecto), que se aparece como digno de la atención del artista.
2. Aludimos a Frenhofer, el protagonista de La obra maestra desconocida, la breve e influyente novela de Balzac escrita entre 1831-1837. Un libro “excelente que todos los pintores deberían releer una vez al año” (Cézanne, en Gasquet, 2005: 241). Véase también Ashton, 2001: 57-94.
En la carta sobre Cézanne del 19 de octubre de 1907, Rilke afirma:
No pude evitar la idea de que sin ese poema toda la evolución hacia el decir objetivo que ahora creemos reconocer en Cézanne no habría podido comenzar; antes debía estar allí ese poema, implacable. La mirada artística tenía que haberse educado de tal modo que pudiera ver aún en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que es, y que también tiene importancia con el resto de lo existente. (Rilke, 1986: 49)
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