Botonera

--------------------------------------------------------------

10.11.23

XIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




FUNDIDO EN NEGRO
[Fragmento inicial]
Manuel Merino


Gunnar Smoliansky (Södermalm, Estocolmo. 1970)




A Jesús Rodrigo


Al despedirse, Sigmund Freud le entregó a Virginia Wolf un narciso amarillo. Algo que bien podría parecer un hermoso diagnóstico, una elegante forma de valorar su obra, un gesto más hermético que si ella le hubiera regalado un espejo. Aquello debió suceder poco antes de la última gran guerra y es imaginable la secuencia en que sus manos enguantadas en ante gris celeste recogen de aquella otra, las venas como sarmientos abultados, esas manchas que tanto se parecían a las de su padre en las que ella cuando niña imaginaba islas, mínimos continentes que alguna vez alcanzaría y aquel anillo con un ópalo turbio tan solemne, niebla atrapada en un cristal gastado, con un breve temor a rozarlo. 

Al despedirse, Freud pudo ver cómo ella, en silencio, agradecida, se lo acercaba con lentitud al rostro, no por olerlo sino por compartir su fría humedad de finales de primavera, difuminada en aquella luz vencida por la esfera implacable que les forzaba a regresar a su hogar. 

Como siempre sucede, quedaron en repetir la reunión, continuar la charla, verse de nuevo tras su inminente operación, ya no recordaba cuántas llevaba, tal vez la definitiva, un comentario que recibió encogiendo sus hombros con una mansedumbre gastada, quizás también para entonces la situación en el continente se habría calmado. Sería en Monk’s House, ya en primavera. El jardín estaría precioso para entonces. Leonard también se encarga de eso, es mi otro yo, le dijo antes de subirse al taxi, al verdadero todavía lo persigo. En ese momento Freud tuvo una revelación que nunca confirmó. Tampoco volverían a verse. 

De aquella tarde Virginia conservaba el ritmo entrecortado de esa voz tan ronca que se apagaría el otoño siguiente, su dicción oscura al comentar las quemas de libros o la calma con que le pidió permiso para cambiarse de lugar porque su oído derecho nada oía. También el gesto de inclinarse para arrancar aquella flor cortada que ignoraba haber muerto. Desde entonces había aguardado otros dos inviernos sobre la repisa de la chimenea de su cuarto. A veces ella reparaba en su forma, en su peso minúsculo y su color tan tenue, casi inexistente por contraste con aquel friso de azulejos donde Vanessa había dibujado un velero sobre un agitado mar azul cobalto ante la presencia adivinada de un faro sin linterna, apenas tres líneas que nada ceñían sobre un promontorio afilado.

En aquellos días eran continuos los ataques alemanes a objetivos navales en aguas del Canal y, a veces, despertaba por ruidos imaginados que solo podían ser explosiones trenzadas con voces que parecían llamarla, como esta mañana de lunes en que vuelve a acercarse al rostro aquella flor ya seca pero, como siempre sucede con los recuerdos o los espejos, que a fuerza de repasarlos se vacían, sin brusquedad ni pena la dejará caer sobre la brasa de un fuego vivo que apenas calentaba. 

Aquella otra ceremonia de despedida sucedió igualmente sin ensayo, la habitación todavía estaba a oscuras y ese rápido paso del destello sin ruido a la ceniza la condujo a otro tiempo. ¿Cómo era posible escuchar las voces de los muertos?, ¿con que fuerza podían recrearse en la imaginación con tanta fidelidad? Sabía que leer las palabras escritas de quienes ya no eran provocaba un sentimiento distinto, menos real incluso que aquella fantasía que acababa de sucederle otra vez, aunque también supusiera un umbral, otra salida hacia el encuentro más inevitable.

– No. Esto no sirve. Así no debe ser.


Bruno Ganz en El amigo americano (Wim Wenders, 1977)



Ahora su figura parece dormir, aunque hace tiempo que esa confortable huida también se le niega. Está inmóvil, eso sí, pero no descansa. Ya se ha acostumbrado a ese otro tipo de silencio poblado de palabras en una febril conversación consigo mismo en la que planifica todo lo que ya nunca sucederá. Es su forma de vida. Nada extraño para quien ha alcanzado la vejez. 

Antes, a la edad de ese otro cuerpo satisfecho tan tardío y a destiempo, pero tan definitivo que le abraza y respira tranquilo a la deriva de un sueño que su quietud protege, se exigía el esfuerzo de encontrar el año y el día exacto de algún suceso que le revisitaba en esos ratos ciegos, pero ahora le conforta más la imprecisión por ser su única certeza, de forma que retoma la idea que acaba de llegarle y reescribe mentalmente el inicio de un poema. Quiere hablarle de su vida, acosada ahora por la enfermedad, evocar aquel tiempo feliz de los viajes y el amor que negaban la muerte, del preciso instante en que, sin entender cómo, se encontró ante aquel desordenado descubrimiento del cuerpo, pero solo puede repetir mentalmente una canción final muy corta con la imagen de unas flores de papel inflamadas en el centro del pecho. (1)

1. GIL DE BIEDMA, Jaime, “Canción final”, Poemas póstumos, Madrid: Poesía para todos, 1968.



[...]




Seguir leyendo en: